El hurgón mágico, de Robert Coover

Uno de los rasgos más característicos de la narrativa contemporánea es la tendencia a desvelar su propia condición de artificio verbal. La metaficción es, en su definición más básica, una forma de literatura o de narrativa autorreferencial que trata los temas del arte y los mecanismos de la ficción en sí mismos. Aunque ya encontramos ejemplos de metaficción en Cervantes o en Chaucer, teóricos como Roland Barthes o William Gass empezaron a usar el término en los años sesenta. Desde su debut como narrador en 1966, Robert Coover (Iowa, 1932) se ha dedicado a la deconstrucción crítica de la tradición, como Barth, Barthelme, el propio Gass, Gaddis o Pynchon, y ha ejercido una notable influencia en generaciones posteriores: Angela Carter, Mark Z. Danielewski, Dave Eggers, Mark Leyner y un largo etcétera. Buena parte de los libros de Coover (pero no todos) han ido a apareciendo en diferentes editoriales españolas (Seix Barral, Anagrama, Galaxia Gutenberg y Pálido fuego). Esta última publicó el año pasado La hoguera pública y acaba de anunciar la próxima aparición de Pinocho en Venecia.

El hurgón mágico (Pricksongs and Descants, 1969. Una reseña de Gass aquí), publicado en España por Seix Barral en 1978 en la traducción de Juan Antonio Masoliver Ródenas y reeditado veinte años después por Anagrama, es un volumen de relatos que acomete de manera fragmentaria una libérrima reescritura de fábulas, parábolas, leyendas y cuentos infantiles y que bajo ningún concepto debe caer en manos de los niños.

Robert Coover en una imagen reciente. Crédito desconocido.

Robert Coover en una imagen reciente. Crédito desconocido.

En el relato que abre el volumen y da título a la versión en español, Coover reinventa la isla de Robinson Crusoe (o la de Morel) y se caga en ella. Eso de entrada, para marcar su territorio y establecer que la escatología es también parte del paisaje pero por sentido del decoro se le ha escamoteado a los cuentos de hadas y por extensión a toda ficción respetable (hasta que llegó Joyce para solucionar esa flagrante omisión tras el largo recato victoriano). Asoma en el relato el narrador como demiurgo y dice claramente: hola, estoy aquí para inventar una isla, en la que sucederá todo lo que a mí me dé la gana (una larga lista de travesuras y unas pinceladas autorreflexivas). El hurgón, vara de hierro para remover el fuego que en el texto hace las veces de varita mágica, de espada de Merlín y de lámpara de Aladino, es el elemento recurrente, artífice de supuestas transmutaciones.

En La casa de bizcocho, Coover aborda o revisa el cuento de Hansel y Gretel pero lo hace desde sus intersticios: a través de un hilván de fragmentos no más extensos que un párrafo lanza sobre el relato una mirada de novelista. No se ocupa de los hechos, va creando un tejido de sugerencias a veces repetitivo pero siempre musical y casi letárgico, recordándonos que tras cada cuento infantil se agazapa una metáfora para adultos sobre la pérdida de la inocencia.

Los cuentos agrupados bajo el título Siete relatos ejemplares rinden explícito homenaje a Cervantes. En el prólogo/carta que los precede dice Coover:

(…) Pero don Miguel, el optimismo, la inocencia, el aura de posibilidad que vos experimentasteis se han ido apagando en su mayor parte, y el universo nos cerca de nuevo. Como vos, también parece que nosotros estamos al final de una edad y en los umbrales de otra. También nosotros hemos sido conducidos a un callejón sin salida por críticos y analistas; también nosotros somos víctimas de una «literatura de agotamiento».

(…) Nos enseñáis con el ejemplo, maestro, que las grandes obras narrativas permanecen llenas de sentido a lo largo del tiempo como un lenguaje-proyección entre generaciones, como un arma contra las zonas marginales de nuestra conciencia y como un reforzamiento mítico de nuestro tenue aislamiento de la realidad. El novelista utiliza formas familiares míticas o históricas para combatir el contenido de estas formas, para conducir al lector (¡lector amantísimo!) de la mistificación a la aclaración, de la magia a la madurez, del misterio a la revelación. Y es sobre todo por la necesidad de nuevos modos de percepción y formas de ficción capaces de abarcarlos que yo, con la bacía de barbero en la cabeza, presento estos relatos.

Entrados en materia y aclaradas las intenciones, no deberían sorprender al lector (¡pero lo hacen!) estos relatos que describen escenas cotidianas (una pareja en su dormitorio, un hombre que acude a una fiesta, un trabajador rural esperando su tren en la estación…) en las que se infiltra un elemento sobrenatural: no la muerte o la premonición de la muerte, no la amenaza ineludible de la muerte del relato fantástico del XIX sino su más tangible signo: el cadáver, con los síntomas de su descomposición encima. Y casi oímos a Coover riendo entre bambalinas, colocándonos ante el tabú, saltando sobre el muro de ese callejón sin salida de la literatura como un presdigitador que en su huida deja atrás su sombrero (del que sale un conejo).

El libro, por supuesto, dista mucho de ser una colección de anécdotas grotescas o un biombo de alardes narrativos. Es más bien «un arsenal de audaces posibilidades»que debimos leer hace unos cuarenta años. Y después asomarnos al abismo como Lars Iyer o renunciar a la narración como David Markson. Coover es a veces teatral, a veces absurdo. A veces recuerda a Beckett. Hace que un moribundo se ocupe de fruslerías, rompe las barreras entre lo Grave y lo Cómico. Compone escenografías que desbarata después. A veces el escenario es la conciencia de un personaje. Esta idea les resultará familiar a quienes hayan leído La fiesta de Gerald. Yo no pude acabarla.

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En la cabeza de Bruno Schulz

Bruno Schulz (1892-1942) nació y murió en Drohobycz, una ciudad provinciana de la Galitzia oriental perteneciente a Polonia, hoy a Ucrania. Fue dibujante, escritor, profesor, crítico literario y traductor. Llevó en cierta medida una existencia kafkiana: luchó durante años con la administración local para conseguir una plaza de profesor de instituto primero y una excedencia después, tuvo un noviazgo largo y desafortunado, finalmente roto, con Józefina Szelinska, con quien tradujo El proceso al polaco. Su padre, un comerciante en telas arruinado y enfermizo, visionario de personalidad sorprendente, jugó un papel fundamental en la cosmogonía mítica, en la genealogía espiritual que es en última instancia su obra literaria: Las tiendas de color canela (o Las tiendas de canela fina, según la versión) (1933) y Sanatorio bajo la clepsidra (1937). Vivió sus últimos años bajo la ocupación soviética primero y alemana después. Murió asesinado de un tiro en la nuca a manos de un miembro de la Gestapo cuando planeaba huir a Varsovia. Nunca se encontró su cuerpo. Su amigo Izydor Friedman lo sepultó en una fosa común en el cementerio judío, sobre el que los soviéticos edificaron después una ciudad-dormitorio. Es considerado uno de los mayores estilistas en lengua polaca del siglo XX. Escritores como Gombrowicz y Joseph Roth fueron grandes admiradores de su obra y ejerció una notable influencia sobre Danilo Kiš.

Bruno Schulz. Autorretrato.

Bruno Schulz. Autorretrato.

En la cabeza de Bruno Schulz (Minúscula, 2015), del checo Maxim Biller (y traducción de Paula Kuffer) es un relato o nouvelle que recrea unas horas en la vida de Schulz, unas horas de noviembre de 1938 en las que agazapado en el sótano de su casa de la calle Florianska trata de escribir una carta a Thomas Mann, pues ha aparecido en la ciudad un doble del insigne escritor, un doble que se conduce con dudosos modales por las calles de Drohobycz. Schulz aprovecha para hacer partícipe a Mann de los problemas que lo asedian de manera cotidiana: la mala conducta de sus alumnos – su trabajo en el instituto le quebranta el ánimo y le deja inútil para la labor creativa-, la insania que ha hecho presa en los diferentes parientes que comparten con él el enorme piso familiar, especialmente en su hermana Hania, el antisemitismo que va creciendo a su alrededor como una premonición aciaga, la depresión producida por el rechazo que su dibujos han sufrido en París, sus problemas para publicar su nuevo manuscrito (que desaparecerá sin dejar rastro, como gran parte de la sociedad judía de Galitzia tras la segunda guerra mundial). El falso Mann, sin embargo, se va a salvar del peligro inminente y arenga con cierto regodeo a los desdichados ciudadanos de Drohobycz:

Me alegra verlos de nuevo. Por desgracia, mañana regreso a Zúrich para recoger a mi mujer y a mis hijos. Luego tomaremos un tren a Marsella, y desde allí iremos en barco hasta Nueva York. Estamos pensando en comprar una bonita villa en Princeton, creo que podré pagarla en metálico con el anticipo de la tercera parte de la tetralogía de José y sus hermanos. Lamento mucho dejarlos solos aquí, sé que los tiempos que se avecinan no serán mejores y que las garantías de los aliados, como puede verse en el caso de los pobres checos y eslovacos, son lo mismo que nada. Pero mi estimado Mr. Katanauskas ha cumplido su promesa y finalmente podremos partir hacia América. Seríamos tontos si no lo hiciéramos, ¿verdad? (…) ¿Acaso es culpa mía que un hombre honrado como yo no esté a salvo en Europa?

Después la emprende a latigazos contra la turba enfurecida.

La soledad de Schulz es tan triste como aterradora. Mientras ultima la carta conversa con dos palomas que se han posado en su escritorio, alumnos transfigurados que le reprochan su miedo y su cobardía. A Mann le confiesa:

Durante la guerra (…) pasé cuatro meses en Viena, donde estudié arquitectura sin ningún interés, porque prefería sentarme a leer en la gran biblioteca. ¿Las flexibles reglas del Mishná, la melancolía casi alegre del predicador, la tierna claridad del Shulján Aruj? No, eso nunca fue conmigo. Yo más bien, junto con Malte Laurids Brigge y Gustav von Aschenbach, prefiero anhelar un final que nos espera a todos pero cuya belleza y momento en el tiempo debemos determinar nosotros mismos; porque puede que Dios nos tenga un plan preparado, pero siempre decide en el último momento.

En la cabeza de Bruno Schulz: un hermoso homenaje. Aunque desde luego no tan hermoso (ni tan alucinógeno) como leer a Bruno Schulz.

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Tusk, de Kevin Smith

Uno o más pardillos se adentran en terreno desconocido y salen muy mal parados. Esta es a grandes rasgos la fórmula que el cine de terror adolescente (o más propiamente el slasher) ha seguido desde los años 80 para que el espectador, parapetado tras su montaña de palomitas, se sienta más listo (y más a salvo) que el protagonista y pueda disfrutar así de las mutilaciones, torturas y mutaciones diabólicas a las que un agente del mal o un asesino en serie somete a una familia entera, a una pandilla de amigos o a un incauto solitario, de Wes Craven a Adam Wingard.

Tusk (2014), la segunda incursión de Kevin Smith en el terror, sigue este patrón pero se remonta a Tod Browning y rinde homenaje al pulp para revisar el tema crucial  de la metamorfosis. La metamorfosis entendida como castigo o fatalidad pero también como posibilidad de supervivencia.

Al contrario de lo que sucede en el cine de terror clásico, en el que la anomalía o la deformidad es un punto de partida, en Tusk la transformación es un destino final. Cuando el psicópata es misántropo y cirujano nos encontramos con un posible reverso del doctor Frankenstein.

El hombre lobo, el hombre araña, el hombre elefante, los freaks de Freaks… Kevin Smith no habla aquí de la deformidad congénita ni de la psicología de un tipo que va de feria en feria para ganarse la vida u oponerle al amor verdadero esa miseria física que es. Kevin Smith es un gordo al que echaron de un avión por ser demasiado gordo y constituir por tanto una amenaza para sus congéneres; es natural que desee vengarse de quienes escriben las normas.

Una breve sinopsis: Un  periodista fracasado (Justin Long) convertido en locutor de podcasts (aquí el origen de la película) viaja de California a Canadá para entrevistar a un friqui que se ha hecho viral con un vídeo gore. Cuando llega se encuentra con que el friqui se acaba de suicidar, así que para que el viaje no sea en balde se ve en la obligación de encontrar otra buena historia para su programa. Y sí, va hacia una buena historia cuando acude al reclamo del misterioso personaje Howard Howe (Michael Parks) para pasar una noche en su mansión escuchando anécdotas extraordinarias. El anciano anfitrión es un veterano de guerra que sobrevivió a un naufragio y pasó seis meses en una costa helada con la única compañía de una morsa, el único amor de su vida.

Kevin Smith logra refutar el género de terror revitalizando el pulp, narrándonos una historia tan sumamente grotesca que termina siendo cómica, aunque este hecho no le ahorre al espectador ni un ápice de malestar ni la solitaria desolación final. Del mismo modo que fue capaz de abordar el porno desde la comedia romántica (en Zack and Miri make a porno, 2008) para reírse a carcajadas de la industria y ya puestos rendirle homenaje a John Hughes, Kevin Smith consigue filmar en Tusk un cuento de horror mutante, mutante como su propio cine, y hacernos pensar de paso (como diría aquel) en la porosidad de ciertas fronteras.

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Starewitch. Svankmajer. Quay

Ten siempre presente que la poesía es solo una. La antítesis de la poesía es la especialización profesional. Antes de empezar a rodar una película, escribe un poema, pinta un cuadro, haz un collage, escribe una novela, un ensayo, etc. Y es que tan solo el cultivo de la universalidad de expresiones garantizará que hagas una buena película.

Abandónate completamente a tus obsesiones. Al fin y al cabo, no tienes nada mejor. Las obsesiones son legado de la infancia. Y es precisamente de los abismos de la infancia de donde provienen los tesoros más valiosos. En esta dirección hay que tener siempre las puertas abiertas. No es una cuestión de recuerdos, sino de sentimientos. No es una cuestión de conciencia, sino de insconsciente. Deja que ese río subterráneo fluya por tu interior.

Juega constantemente a intercambiar sueño y realidad. Las transacciones lógicas no existen. Lo que separa el sueño de la realidad es un simple acto físico imperceptible: el de levantar o bajar los párpados. Y cuando soñamos despiertos no se da ni siquiera eso.

La imaginación es subversiva porque contrapone lo posible a lo real. Por ello debes utilizar siempre la imaginación más desenfrenada. La imaginación es el don más grande que ha recibido la humanidad. Es la imaginación, y no el trabajo, lo que humanizó al hombre.

Haz de la creación un medio de autoterapia. Esta actitud antiestética acerca la creación a las puertas de la libertad. Si la creación tiene algún sentido, no es otro que el de liberarnos. Ninguna película (cuadro, poesía) puede liberar al espectador si no comporta un alivio también para el autor. Todo el resto es una cuestión de «subjetividad general». La creación como liberación permanente.

(Fragmentos del Decálogo de Jan Svankmajer).

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lectorlector_quaymicrograma_2micrograma_1Arriba, dos piezas de los Microgramas de Robert Walser. Abajo, la escenografía de los Hermanos Quay para La calle de los cocodrilos, de Bruno Schulz.

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Parte de la colección entomológica de Ladislas Starewitch:

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(Fotografías tomadas en la exposición Metamorfosis. Visiones Fantásticas de Starewitch, Svankmajer y los Hermanos Quay. En la Casa Encendida de Madrid hasta el 11 de enero).

Vita, Violet, Virginia

En realidad nada ocurre hasta que describes. Así que tienes que escribir muchas cartas a tu familia y amigos, le dijo una vez Virginia Woolf a Nigel Nicolson, hijo de Vita Sackville-West. El Tractatus de Wittgenstein se había publicado en Londres hacía un par de años y Nigel nunca olvidó a aquella estrafalaria y meditabunda amiga de su mamá. El amor muere pero los buenos libros no, y Virginia hizo que aquella historia de amor trascendiera en Orlando y atravesara los siglos en dos direcciones. Pero es otro el libro que nos ocupa, un amor previo el que le da origen.

Retrato de un matrimonio (Editado por Grijalbo en 1975, comprado en saldos por 4 euros) nace cuando Nigel encuentra en 1968 un manuscrito en un maletín en la alcoba de su madre, en aquel castillo que coronaba una roca. El maletín portaba unas 60 páginas autobiográficas que Vita escribió en junio de 1920, cuando su historia con Violet Trefusis era todavía más fueguito que rescoldo. Los folios del maletín relataban una amistad de infancia y adolescencia y una pasión que nace en 1917 y dura tres años en los que van, vienen, viajan en tren y en barco y pasan semanas en casonas de campo mientras Europa se desgaja. Una escena como de cine mudo pone fin a la aventura: los dos esposos, Harold y Denys, cornudos ambos, alegre homosexual el primero, triste enfermizo el segundo, cruzan el Canal de la Mancha (ellas se escondían en una Amiens bombardeada) en una avioneta biplaza el 14 de febrero de 1920 para forzar un fin, para reclamar a sus mujeres respectivas en nombre de las buenas costumbres. La convención y algo que tuvo el viso de una emboscada en forma de malentendido que Harold tendió a Vita hace recular a las amantes fugadas y he aquí a Vita escribiendo a corazón abierto esas páginas  que componen las 2/5 partes de Retrato de un matrimonio. Las 3/5 partes restantes son la narración del propio Nigel, encargado de atemperar el romance descrito por su madre oponiéndole la constancia matrimonial.

RETRATO DE UN MATRIMONIO

Después de su ruptura con Vita, Violet Trefusis (hija de Alice Keppel, amante de Eduardo VII y confinada por la historia como socialité) tuvo una larga relación con Winnaretta Singer, heredera del imperio de las máquinas de coser y casada con un conde de Polignac que era a su vez homosexual. El de Harold y Vita fue un matrimonio bien avenido, con dos hijos y muchos perros y una complicidad tan grande como el castillo de alas separadas que compartían. Después de Violet llegó Virginia. Así se la describe a Harold cuando la conoció en 1922:

Sencillamente adoro a Virginia Woolf. Lo mismo te pasaría a ti. Te caerías de espaldas ante su encanto y personalidad. Fue una fiesta muy agradable. Me preguntó mucho por tu Tennyson (Harold también era escritor). La señora Woolf es sencilla: produce la impresión de algo grande. No es afectada en absoluto: no hay adornos exteriores… se viste atrozmente. A primera vista parece fea; pero enseguida se impone como una especie de belleza espiritual y te quedas fascinada, contemplándola. Anoche se presentó un poco mejor; es decir, reemplazó los calcetines de lana color naranja por unos blancos de seda, pero siguió usando esos zapatos grandes. Es distante y humana al mismo tiempo; se queda callada hasta que tiene algo que decir y entonces lo dice magníficamente. Es vieja (cuarenta años). Nadie me ha entusiasmado tanto, y creo que le gusto. Al menos me invitó a Richmond, donde vive. Querido, he perdido completamente el corazón .

Nigel dice que The land, la novela de Vita, desilusionó a Virginia, pero fue muy delicada al respecto. Después Nigel escribe:

¡Pero Orlando! imaginaos a esas dos mujeres, que se veían por lo menos una vez a la semana, escribiendo una sobre la otra, deslizándose de súbito en Knole (castillo familiar de los Sackville-West) para arrebatarle otro párrafo al castillo, a Long Barn para que Vita confesase algo más sobre su pasado (Violet, a quien Virginia conoció, aparece en el libro como Sasha, una princesa rusa, «como un zorro o un olivo»), arrastrando a Vita a un estudio de Londres para que las fotografiaran, fascinándola, dejando entrever algo del gran juego imaginativo pero sin mostrarlo nunca del todo, hasta que el día anterior al de la publicación llegó Orlando envuelto en un paquete de Hogarth Press seguido varios días después por la autora con el manuscrito de regalo. Vita le escribió a Harold: ya voy por la mitad del Orlando y estoy en tal torbellino de excitación y confusión que apenas sé dónde me hallo o quién soy. Se sintió halagada, por supuesto, pero, más aún, la novela la identificó siempre con Knole. Virginia, con su genio, había entregado a Vita un consuelo único por haber nacido niña (siempre quiso ser niño) y quedar excluida de su herencia por la temprana muerte de su padre ese mismo año. El libro, para ella, no fue solo una brillante máscara o exhibición. Fue un verdadero monumento.

Vita en un álbum de Virginia, a mediados de los años 20

Vita en un álbum de Virginia, a mediados de los años 20

y:

Se mostraban mutuamente provocativas y solícitas, Vita pareció sorprenderse de que Virginia pudiera llegar a amarla carnalmente (en términos de la propia Virginia) y cuando, en diciembre de 1925 se acostaron juntas por primera vez en Long Barn, la casa de Vita cerca de Knole, parece que la iniciativa fue tanto de Virginia como de la más experimentada Vita (…) Virginia no mostró miedo o vergüenza al acometer con 41 años de edad la primera aventura amorosa de su vida. Los biógrafos de Virginia, su sobrino Quentin Bell y el propio Nigel entre ellos, están de acuerdo en que el matrimonio con Leonard -también bien avenido- nunca se consumó.

Cuando Virginia empezó a escribir Orlando Vita tenía ya un affair con una tal Mary Campbell. No se lo ocultó a Virginia, que se lo reprochaba medio en broma en sus cartas (si te has entregado a Campbell, no tendré nada que ver contigo y así quedará escrito claramente en Orlando).

De una carta de Virginia a Vita el 15 de marzo de 1927:

Te encantará saber, porque eres un ogro, si alguna vez existió alguno, que pasé el día de ayer hundida en la melancolía. La ratonera se llenaba y rellenaba y no había carta tuya, nada durante quince días. Hasta la señora Cartwright notó mi melancolía y me ofreció un bollo. Al fin, cuando parecía haber muerto la última esperanza y las aguas de la desesperación se habían cerrado sobre mi cabeza mientras yo estaba sentada junto al fuego de gas, llegaron dos, llenas como nueces, deliciosas, lechosas, carnosas, satisfaciendo todos los deseos de mi alma, excepto porque, querida, había una ausencia absoluta de palabras cariñosas. Para castigarte, no te llamaré ni una sola vez cariño en esta carta. Ahí tienes. Oh, sí, Vita, soy más sutil de lo que piensas. Lee entre líneas, burrito West; ponte tus gafas de cuerno y los bordes áridos de mi prosa florecerán como el desierto en primavera: ciclámenes y violetas, todos floreciendo, todos meciéndose.

Las cartas entre Virginia y Vita se van espaciando, se vuelven ácidas por despecho, por distancia, por rencillas literarias (Virginia difundió que Vita escribía con «pluma de latón»).

Una de las últimas cartas que le escribe Virginia en febrero de 1939 empieza así:

Se rumorea que últimamente se ha visto en Piccadilly un enorme y desaliñado perro ovejero. Al ser interpelado, respondió al nombre de V. Sackville-West.

Vita retratada por Inge Morath un año antes de su muerte (1961)

Vita retratada por Inge Morath un año antes de su muerte (1961)

Perdida, de Gillian Flynn

Gone girl: Retrato de un matrimonio versión 2.0 narrado por él y ella en capítulos alternos (casi 600 páginas) con la dosis de cinismo necesaria para que usted como lector tenga la sensación de que está de vuelta de todo, porque esa retahíla de clichés y descripciones hilarantes y super empáticas de la vida y sociedad americanas son visualizadas como en un brillante y ya visto telefilme (ella podría ser una especie de Rebecca De Mornay en La mano que mece la cuna, él el Rob Lowe de finales de los 90 pero con el rictus de Willem Dafoe. La película de Fincher no la he visto). O sea, un thriller psicológico y policial (en ese orden) en el contexto de la crisis económica estadounidense (2005-2011) en los polos Nueva York-Missouri, con las dosis adecuadas de reflexión generacional, sociológica y el crimen como entertainment televisivo, donde las audiencias prejuzgan a placer y señalan unánimemente al asesino porque el pobre tipo esbozó una sonrisa torcida en el momento inadecuado.

He leído la novela en dos ejercicios de 4 y 10 horas y tomo estas notas apresuradas antes de olvidarlo todo, antes de que esta sensación de haber leído una buena novela de suspense -que coloco en la estantería mental entre Mis rincones oscuros y La máscara de Ripley y no lejos del todo de algunos ensayos de DFW por el desparpajo con que está escrita y lo disfrutable del caso, mirada sobre la sociedad (¡misógina!) de consumo norteamericana fabricante de sociópatas triunfadores, del crimen-perfecto-al-alcance-de-todos- y del matrimonio como cepo normativo- sea olvidada por completo y ahogada en el recuerdo por el zapping internáutico y lector propio de estos días. Buena la versión al español peninsular para Literatura Random House de Óscar Palmer, que parece el nombre de un hampón panameño pero no.

Un fragmento

La bancarrota se ajustaba perfectamente a mi psique. Durante varios años había vivido aburrido. No con el aburrimiento lloriqueante de un niño (aunque no era inmune a ello), sino con un malestar denso que todo lo cubría. Tenía la impresión de que nunca jamás volvería a haber nada nuevo bajo el sol. La nuestra era una sociedad completa y ruinosamente derivativa (aunque el uso peyorativo de la palabra «derivativo» es, sí mismo, derivativo). Éramos la primera generación de seres humanos que jamás podría ver nada por primera vez. Contemplábamos las maravillas del mundo con ojos mortecinos, de vuelta de todo. Mona Lisa, las pirámides, el Empire State Building. El ataque de un animal selvático, el colapso de antiquísimos glaciares, las erupciones volcánicas. No consigo recordar ni una sola cosa asombrosa que haya visto en persona que no me recordase de inmediato a una película o a un programa de televisión. A un puto anuncio. ¿Conocen el espantoso sonsonete del indiferente? «Ya lo he viiistooo». Bien, pues yo lo he visto literalmente todo. Y lo peor, lo que de verdad provoca que me entren ganas de saltarme la tapa de los sesos, es que la experiencia de segunda mano siempre es la mejor. La imagen es más nítida, la visión más intensa, el ángulo de la cámara y la banda sonora manipulan mis emociones de un modo que ha dejado de estar al alcance de la realidad. No estoy seguro de que, llegados a este punto, sigamos siendo realmente humanos, al menos aquellos de nosotros que somos como la mayoría de nosotros: los que crecimos con la televisión y el cine y ahora internet. Si alguien nos traiciona, sabemos qué palabras decir; cuando muere un ser amado, sabemos qué palabras decir; si queremos hacernos el machote, o el listillo o el loco, sabemos qué palabras decir. Todos seguimos el mismo guión manoseado.

Es una era muy difícil en la que ser persona. Simplemente una persona real, auténtica, en vez que una colección de rasgos seleccionados a partir de una interminable galería de personajes.

Y si todos interpretamos un papel, es imposible que exista nada semejante a un compañero del alma, porque lo que tenemos no son almas de verdad.

Había llegado hasta tal extremo que ya nada parecía tener importancia, porque yo no era una persona real y tampoco nadie más lo era.

Hubiera hecho cualquier cosa por volver a sentirme real.

Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer

¿Existe la literatura boliviana? En las bibliotecas públicas de la comunidad de Madrid desde luego no. Motivada por este pedagógico artículo de Paz Soldán decidí empezar por el principio. Pero en los catálogos Arturo Borda no existía, no había rastro de Jesús Urzagasti y Wolfango Montes era un escritor completamente fantasma. De las memorias de Víctor Hugo Viscarra había un ejemplar en depósito. Ya paladeaba la nebulosa lúcida que Borracho estaba pero me acuerdo prometía pero las bibliotecarias alegaron un fallo mecánico en los sótanos del edificio y me quedé sin el libro. Eso sí, me invitaron a poner una reclamación.

No tuve más remedio que pasar directamente a la nueva hornada y entre ellos elegí sin dudarlo a Maximiliano Barrientos (1979), que comparte en twitter combates de boxeo, canciones buenas y ningún autobombo. Además Barrientos acababa de leer en Buenos Aires esta  visión personal de la literatura y me dije: sí. Simpatía por Barrientos no me falta, y ese es un motorcito importante para una lectora distraída y poco académica como yo. Esta vez comprobé sin sorpresa que en las bibliotecas había un único ejemplar de Hoteles para seis millones y medio de ciudadanos. Llegar hasta él me costaba once estaciones de metro y dos transbordos, así que muerta de fastidio decidí comprar Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer (2011) para llevar la contraria y porque hay que apoyar al artista, coño.

Componen Fotos tuyas cinco relatos en los que vemos pasar la juventud de unas personas que hacen lo que viene siendo habitual en la juventud: beben, escuchan música, follan y no tienen mucha esperanza de que algo, alguna vez, vaya a tener sentido. Son escenas íntimas, vidas desengañadas mucho antes de los hijos y los domingos con piscina. Fotos de las que se puede decir cualquier cosa excepto que estén sobreexpuestas. Porque Maximiliano Barrientos desbroza el lenguaje hasta dejarlo en un hueso. Seco de adjetivos calificativos, una tiene la sensación de que van a nacer cactus en las entrelíneas. Y es que Maximiliano Barrientos escribe desde una frontera. No es de extrañar que su próxima novela sea un western.

Tampoco extraña, habiendo leído Fotos tuyas con el embeleso de quien recibe la depuración de una nada altisonante tristeza, la historia de unos desencontrados, que Barrientos cite a Carver, a Cormac McCarthy, a Denis Johnson o a Richard Ford como autores preferidos, entendiendo que de esta tradición ha recibido su mayor influencia. Los personajes de Fotos tuyas viven en Santa Cruz, ciudad de nacimiento del autor. Allí han acabado sus estudios, han encontrado sus primeros trabajos y han entonado el first cut is the deepest. Pero bien podrían estar en Tucson, Arizona o en el puto Cleveland, o en cualquier ciudad grande o pequeña del ancho mundo a condición de que haya una cantina donde comprar unas guinness y escuchar el Blonde on blonde y emborracharse sin aspavientos.

¿Existe la literatura boliviana? En los libros de Barrientos desde luego no, y confieso que esta constatación me alegra un poco. Porque seguir esa musiquilla que suena en nuestras cabezas es la única forma de volver a casa y porque no hay patria para la casa deshabitada que frecuentamos buscando un sentido.

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John Franklin Bardin

John Franklin Bardin (Ohio 1916, Nueva York 1981) era un escritor perfectamente desconocido hasta que en 1976 Penguin publicó en un solo tomo sus tres mejores novelas: The Deadly Percheron, The Last of Philip Banter y Devil Take the Blue-Tail Fly, escritas entre 1946 y 1948 en un apartamento del Greenwich Village. Se ganaba la vida como relaciones públicas, editor de revistas y profesor de escritura creativa. Su vida estuvo marcada por la muerte prematura de su padre y de su hermana y por la esquizofrenia de su madre. No es casual que las enfermedades mentales tengan un peso determinante en sus obras y que a menudo el psiquiatra sea un héroe y el teniente un patán. Al lado de sus protagonistas camina siempre un dopplegänger nacido del delirio alcohólico o de la amnesia.

Cabrera Infante afirmó categóricamente que solo existían tres escritores de novelas de misterio genuinamente originales: Poe, Hammett y Bardin. Julian Symons contribuyó a extender su fama entre el público inglés: Bardin era un adelantado a su tiempo; estaba más cerca de Patricia Highsmith que de Agatha Christie. Sus maestros fueron Graham Greene y Henry James.

Mi novela favorita de Bardin es El percherón mortal. Puede que el título dé ganas de cabalgar desenfrenadamente en dirección opuesta. Pero está magistralmente traducida al castellano por César Aira para Versal, Barcelona (Ediciones B también lo ha publicado en bolsillo) y es una joya del hard-boiled psiquiátrico (si tal subgénero existe), con el Nueva York de la Segunda Guerra Mundial de fondo y unos secundarios escapados de Freaks de Tod Browning.

John_Franklin_BardinOctubre de 1943. El doctor George Matthews es psiquiatra en Nueva York. Una mañana llega a su consulta un joven llamado Jacob Blunt, rico heredero. Acude a la consulta para verificar si se está volviendo loco. Cuenta que hay unos hombrecillos vestidos de malva y verde. Le encargan que reparta monedas entre la gente que encuentre a su paso. Los hombrecillos le pagan por llevar una flor en el pelo. Una distinta cada día. Le pagan por silbar en el Carnegie Hall. Afirma que los hombrecillos son duendes irlandeses, leprechauns que han liberado un enorme tesoro y lo están distribuyendo. El doctor piensa que Blunt es un neurótico o un esquizoide. Pero de la conversación que mantienen sobre su vida y su familia no saca ninguna conclusión. Sus reacciones son normales y sus respuestas no demuestran inquietud.

Jacob Blunt afirma que ha quedado con uno de los hombrecillos, de nombre Eustace, en una cafetería de la Tercera Avenida esa misma tarde. ¿Querría acompañarlo George Matthews a la cita y así comprobar si es todo una alucinación o por lo contrario que es cierto que Eustace existe?

En el bar Eustace emerge de un corro de parroquianos. Ha estado jugando a los dados. Su puntería parece sobrenatural. Viste efectivamente chaqueta verde y pantalones malva. Es un enano típico. No un duende irlandés sino un enano norteamericano. Se sientan los tres a la barra. Eustace no parece estar contento con la presencia del doctor. Jacob le dice que el doctor puede trabajar para ellos, si ellos quieren. Eustace dice que no cree que sea el tipo adecuado para el trabajo que ellos pueden darle. Además, Jacob ya no tiene que repartir monedas. Lo que tiene que hacer esa misma noche es ir al apartamento de Frances Raye, la primera bailarina de la ciudad, y entregarle un caballo percherón. Jacob titubea. ¿Y si ella no está en casa?

En mitad de la noche el teniente Anderson, viejo amigo de George Matthews, le llama por teléfono. Han encontrado muerta a Frances Raye. Alguien la apuñaló por la espalda. Jacob Blunt estaba en el portal, borracho, tocando el timbre del edificio, con la tarjeta del doctor en el bolsillo. Había un percherón atado a una farola. Anderson y Matthews se reúnen en la comisaría. Ni uno ni otro opinan que Jacob sea el asesino. Pero hay que vigilarle. Averiguar qué ha sucedido. Deciden que Jacob  quedará por unos días bajo la custodia del doctor para así recabar información. Llegan los policías con Jacob. Pero no es Jacob. Es un hombre que no se parece nada a él. El doctor duda sobre cómo debe actuar. Decide seguir la corriente y simular creer que ese tipo es Jacob, su paciente del día anterior. Piensa que una vez en la consulta obtendrá algún dato de utilidad. Pero cuando están bajando al metro alguien golpea al doctor y pierde toda conciencia.

Meses después despierta en un psiquiátrico, en una cama con correas. Soy el doctor George Matthews, afirma. No, le dice el médico. Usted es John Brown, maleante. No, soy George Matthews. Llame a mi consulta. Mi enfermera se lo dirá. El médico regresa diciendo que el doctor Matthews ya no trabaja allí. Llame al teniente Anderson, pide George. El médico dice que el teniente afirma que su amigo George Matthews se suicidó hace casi un año. Llame a mi esposa. Su esposa se ha mudado y no dejó la nueva dirección. Entonces George acepta que le han robado su vida, si es que aquella otra alguna vez fue su vida. No comprende ni recuerda pero asume su situación y decide hacer las cosas bien. En el hospital responde adecuadamente a las preguntas de los psiquiatras que le atienden. Por supuesto él se sabe todos los trucos y consigue que le den el alta. Ha inventado una vida para John Brown y sus custodios se la han creído. Los doctores dictaminan que Brown se ha recuperado. Puede salir al mundo, tener un empleo. Hará las cosas con calma.

El hospital le consigue trabajo como camarero en una cafetería de Coney Island. Allí ve su rostro en un espejo después de todo ese tiempo. Una cicatriz roja y mal curada le atraviesa la cara en diagonal. No puede creerlo. Su rostro es asimétrico, una mueca grotesca se dibuja en sus labios. Por el bar transitan todo tipo de seres caídos, mujeres barbudas y microcéfalos que trabajan en el parque de atracciones vecino. Empresarios venidos a menos y mujeres tiradas que han leído a Kant y a Spinoza. Permanece algún tiempo en ese limbo nocturno de feria. Decide vivir esa vida que ya es tan suya como la otra. También es verdad que está paralizado por la incomprensión de lo que le ha sucedido.

Ahora el asesinato de Frances Raye parece un asunto secundario.

Corresponde al doctor George Matthews desvelar ambos misterios.

freaks

Los estratos, de Juan Cárdenas

La circunstancia de ser sudamericano y tener un lector fundamentalmente ibérico hace que el editor lance en la contraportada el siguiente aviso: «Lejos de modelos preestablecidos que abordan las realidades de América Latina desde el tremendismo apocalíptico o la banal celebración de lo exótico, Los estratos es etcétera etcétera». Es decir, ya el boom se llevó consigo todo el exotismo y todo lo real maravilloso y aquel empacho no se repetirá (y no nos interesa). Más allá de identidades nacionales nos importa cómo el yo se busca hoy y de qué recursos se sirve. Qué mundos destruye para llegar a otro puerto. Desde qué borde del lenguaje hace volar por los aires unas cuantas certezas, una herencia acartonada. Las búsquedas de Juan Cárdenas (Popayán, 1978) le deben poco a García Márquez pero bastante a José Eustasio Rivera. Poco a Cortázar y bastante a Felisberto Hernandez y a Di Benedetto.

Por la ventana se ve la piscina rodeada de casas idénticas a la mía, a los hijos de mis vecinos que se bañan mientras el sol de las seis de la tarde le saca los últimos destellos al agua. Quizás sea por el bienestar de la escena, con los niños que chillan, las golondrinas y los chisporroteos, ruidos que lejos de enturbiar esta calma sedante la pulen desde adentro, no sé si cautivado también por el hecho de que mi casa está oscura por culpa de un apagón y los objetos parecen relajados, lo cierto es que me viene a la cabeza un recuerdo impreciso pero que inevitablemente asocio con la felicidad de la infancia: olor de aguas aceitosas, limo, residuos tóxicos, olor del mar apretado en una bahía sucia. Quizás haya algo así como un puerto al fondo del todo, una ciudad. Pero estas impresiones se disipan de pronto, si se me permite decirlo así. Si se me permite decirlo de algún modo. Esto no es tan serio como parece, sólo intento decir algo, poner palabras en la penumbra que crece.

Los estratos narra la historia de un hombre en crisis. Un treintañero de clase media, habitante de una ciudad de la costa pacífica colombiana. Mientras su matrimonio hace aguas y quiebra la empresa que levantó su padre, va hacia un recuerdo de infancia, hacia un diablito que le cantaba su nana. Como los recursos bergsonianos-proustianos (en este caso la degustación de un tamal de piangua) no le sirven para llegar al fondo del recuerdo que persigue (y tampoco la búsqueda bibliográfica de mitos populares) recurre a métodos judiciales y detectivescos para encontrar a su nana, negra pobre. La psicóloga, única amiga del narrador, le escucha y dirige la búsqueda de la mujer, médium de aquel recuerdo, última pieza del rompecabezas de la identidad del protagonista.

La gente está enferma, insiste, ahora con un poco de rabia o asco. Es como si les hubieran robado el tiempo, dice, como si no tuvieran historia y tuvieran que hacerse una de mentiras. Por eso no sienten nostalgia, pobres. El buen gusto es nostalgia sin apego. El buen gusto es una cierta elegancia a la hora de negociar cotidianamente con la muerte.

El buen gusto lo inventó el diablo, repito.

Todo lo que es sólido y urbano se va deshaciendo a su alrededor. El entorno se convierte en un gran sumidero, en un escenario que se disuelve al compás de la deriva del personaje. Si todo acto literario es en alguna medida una experiencia de extrañamiento, la primera persona del presente de quien narra y su prosa rápida de frases cortas, descriptivas, contribuyen a esa «desfamiliarización» pretendida por Juan Cárdenas en sus novelas. También la ausencia de nombres propios. Cada frase del libro se parece a un canto rodado, piedra pequeña y pulida destinada a desestabilizar el uso político o institucionalizado del lenguaje y crear la tensión propia de la huida. Cárdenas ha reconocido su deuda con formalistas rusos de comienzos del siglo XX, en particular con Shklovsky, autor que consideraba al arte en general y la literatura en particular como un despertador, un aliado de nuestra subjetividad destinado a devolvernos la frescura del mundo, secuestrada por la rutina y el hábito.

los estratos

Los estratos alude a una especie de estigma que impone la burocracia colombiana, que le asigna al ciudadano un número en función del barrio en que viva, es decir, en función de su clase social. La violencia institucionalizada -estratificada- atraviesa la novela como una constante, con la mansedad de la garúa, y el lector apenas la nota porque la estudiada prosa de Cárdenas se parece al trance que depara un insomnio permante. El desapego de enfermo mental del narrador y la ausencia de énfasis crea en el lector el efecto hipnótico al que aludía al comentar Zumbido (2010), hermana menor de esta novela. Veamos algunos ejemplos de la violencia que recorre el libro:

La indistinción como violencia:

En la mesa de al lado hay cuatro señores gordos que hablan con discrección. Antes uno podía distinguir a los políticos de los narcotraficantes o de los paramilitares. O de los vendedores de electrodomésticos. O de los pastores cristianos. De un tiempo para acá es imposible. Son todos igualitos. Uno de ellos me mira y como entiende que me he percatado de su vigilancia no deja traslucir ninguna señal de desconfianza. Incluso sonríe con algo que parece dulzura. La dulzura del verdugo.

El sonido ambiente como violencia (y la alienación por detrás):

El ruido que sube de la calle es infernal sin atenuantes. La música. La maldita música es lo peor. Todas las canciones hablan de despecho, de amor no correspondido, de abandono, y entonces me descubro pensando que esta gente habla de amor para no decir mierda, habla de amor para no decir hambre, habla de amor para no decir puta vida, mi casa se hunde, no tengo trabajo, no tengo en qué caerme muerto y en cambio te dicen: te prometo que vas a volar con los ángeles, amor mío, te prometo una lluvia de duendecitos en tu rosal. Te lo prometo, tesoro, que mi amor es más puro que la mierda concentrada, más puro que la muerte, y si me abandonás te mato o me mato o los mato a todos.

La Violencia:

El tío había militado en el partido conservador durante La Violencia, con apenas quince años. Yo creo que se hizo chulavita no tanto por convicción como para imitar a mi abuelo, el rico de la familia (…) Sólo presumía de su precoz habilidad para con el machete. Un día habló de la primera vez que le tocó descuartizar a un hombre. Lo obligaron, dijo, a cortarle primero los miembros. Primero un brazo, luego el otro, y así, dejando la cabeza para el final. El tío se jactaba de haber hecho el trabajo en cinco tajos limpios. También contó que luego, como era la costumbre, compusieron una especie de arreglo floral con las partes, metiendo brazos y piernas en el agujero que había dejado la cabeza en el tronco.

El sexo como violencia:

Y sobre todo hablaba. Qué bien hablaba. Eso a mí me sorprendió porque estaba acostumbrado a mujeres que no decían nada. A lo sumo gemían despacito. Y yo tampoco decía nada porque tenía metida en la cabeza la pendejada de que follar era un lenguaje aparte, sin vasos comunicantes con las palabras normales, cuando en realidad todo estaba mediado, tamizado por esbozos de un lenguaje en ruinas y por una turbulencia que peinaba los contornos de las palabras, como quitándole las caspa del significado. Ella no, ella hablaba y hablaba con un lenguaje que traía de otro barrio, me echaba todo su subdesarrollo en la cara y decía papi, apretame fuerte, papito, quebrame, papi, esto es para que vos lo rompás. A mí al principio me daba risa y me sentía medio ridículo. Pero con eso le bastaba a ella para hacerme saber que había que buscar dentro de uno, bien dentro, hasta encontrar una palabra. O una frase entera. Daba igual porque el significado lo barría la turbulencia. Y había que dejar caer esa palabra encima del otro porque cuando uno daba con la palabra justa algo se rompía, una membrana, un hilo. Y entonces ya podíamos salirnos de madre y rebuznar y reducir las palabras a virutas. Había que dar con una palabra para acabar con las palabras. A veces bastaba con una frase ingenua. Te gusta que te rompan o algo así, te gusta, puta, te gusta que te rompan. Y ella que sí, que le gustaba que la rompieran y entonces ya no había membranas sino un charco de lodo, como arrastrarse en un charco de lodo y descubrir que uno está hecho de ese mismo lodo y sus piernas blancas suaves y el lodo en el culo y el pescuezo desnudo, las manos en el lodo. Una materia prima para hacer cualquier cosa, de verdad cualquier cosa. Las reglas, lo verosímil, todo eso se borraba, no quedaba ni cáscara. Ya no estaba allí. Las cosas terminaban todas y volvían a empezar revolcándose en ese lodo, una revolución de la materia prima de la que dependía todo, una verdadera lucha de clases.

Otros temas del libro: el arte conceptual, la antipsiquiatría, la zombificación del individuo, la selva.

Un hombre encabronado

Zadie Smith, una de las embajadoras de Knausgard en el mundo anglosajón, ha afirmado que necesita el próximo tomo de Mi lucha como una dosis de crack. ¡Pero Zadie! ¿Qué tiene el crack Knausgard que no tengan otros? El crack te deja sin piños en un santiamén. Te tumba en la cuneta. Te insta a desvalijar a tu familia. Te relega a las aceras de la periferia. Te convierte en un zombie. Te mata. Nada de eso le sucederá a Zadie ni a ningún otro lector de Knausgard, claro. Entendemos que se trata una analogía hiperbólica para describir la adicción que los libros del noruego han despertado en ella. Es el mismo Knausgard el que anda algo devastado por su propia obra, como un Saturno devorando a sus hijos pero al revés: la familia de su padre dejó de hablarle. Su esposa, víctima de un brote bipolar que casi la tira por la ventana en el año 2000, ha caído en una profunda depresión. Él lee libros de física por las esquinas para ver si logra reinventarse como escritor. O sea, todo mal excepto su cuenta corriente.

Mi tedio ocio estival, que todo se lo traga, se ha tragado también el primer tomo knausgardiano y la mitad del segundo. Mientras, sus lectores en español se tiran de los pelos porque el tercero solo aparecerá en mayo de 2015. La literatura solo es adictiva cuando es folletinesca. Detrás de todo escritor adictivo se agazapa un editor sensato. Y que son 3.600 páginas, joder. Qué menos que seis tomos, ¿no?

La muerte del padre (500 páginas en la edición de Anagrama) comienza con un ensayo sobre la muerte y un bello pasaje paradigmático de la relación del niño Knausgard con Knausgard padre. Tras alguna referencia a su vida actual (admito que la descripción del carácter de sus hijas me conmovió un poco) regresa a la adolescencia para recrearse en lo etílico y lo sexual. Y luego la muerte del padre. Como todos sabemos, el padre murió alcoholizado en medio de una montaña de mierda en casa de la abuela. Entonces Knausgard dedica 200 páginas a narrar cómo limpiaron la casa su hermano y él. 200 páginas. Yo las leí todas. Estoy escribiendo este post para tratar de explicarme por qué.

No satisfecha con el colofón doblemente neurótico del primer volumen, me hice con el siguiente para saber más. Más de Knausgard. Allí estaba él, fregando los azulejos del baño meticulosamente. Yo aquí, espiando sus movimientos, presta a hacer la prueba del algodón cual jurado de un reality show. «Karl Ove, hay un poco de mierda seca allí arriba. Límpiala bien, por Dios. Que no quede rastro de la agonía y la pudrición de tu padre. Ni en el baño ni en ti». Knausgard era mi amigo. Al menos hasta que pudo saciar una cierta demanda de voyeurismo. El lector de Knausgard es un voyeur de la despampanante banalidad de nuestro tiempo. Y quiere más. Por eso no me extrañaría que Knausgard se convierta en uno de los escritores más influyentes del siglo XXI. Hasta que el público se canse y cambie de canal. O abra nueva ventana en su explorador.

En Un hombre enamorado (628 páginas) Knausgard novela su llegada a Suecia y el encuentro con la que será la madre de sus hijos. Pero hacia la página 200 se convierte en Un hombre encabronado. Imagino que el encabronamiento extremo de querer estar solo y escribir pero tener una familia que atender es el tema fundamental de las 300 páginas que me faltan. Esta lucha trasciende al costumbrismo sueco y acaso no sea más banal que los pulsos que nos echamos a nosotros mismos en la barra de un bar cualquiera, cuando ya es madrugada e invitaríamos a una ronda a cualquiera que se acercase para contarnos su vida.

Pero todo lo que cuenta el autor en el segundo tomo es tan jodidamente burgués que se convierte en basura apenas lo toca. Me pregunto hasta qué punto está Knausgard en conflicto con esa «clase media cultural sueca» que le es en cierta medida ajena pero a la que pertenece al fin y a la que tan profusamente narra. Ahora nos lo venden como un proscrito, pero en verdad no es más que un narcisista grafómano que hace lo que puede.

«Knausgard ha roto la barrera del sonido de la novela contemporánea», ha dicho Eugenides. Ja ja.

Knausgard esculpido en bronce

Knausgard esculpido en bronce

Zumbido

Al narrador en primera persona se le muere la hermana y sin otro motivo que el de habitar la libertad o la vacilación, ese estado como de flotación que se impone después de un trauma o una pérdida, emprende una especie de fuga por una ciudad latinoamericana, tal vez Bogotá u otra ciudad colombiana. Sigue a una mujer que en realidad carece de misterios, estrangula al perro de un pastor, un mulato albino le cura las heridas, come chicharrón y baila en una carpa de feria, presencia las supersticiones de una congregación evangélica. La noche es húmeda y carnosa como una guayaba madura. Diríase que todo se descompone alrededor, que el discurso se pudre en esa huida inconcreta. Juan Sebastián Cárdenas ha calificado su novela (Zumbido, 2010) como espectral. Preguntado por el origen, responde:

En realidad no podría decir que haya un origen. No hay un hecho desencadenante, ni un relato detrás del relato. Por las particularidades del proceso de escritura, el libro ha ido apareciendo delante de mí. Y ha ido apareciendo, entre otras cosas, porque este es un libro de espectros. En últimas, la noción de fantasmalidad atraviesa todos los estratos del texto. La situación del relato es espectral, precisamente porque uno nunca acaba de situarse. No se sabe dónde se está ni a qué se asiste, pero la idea es que esto no ocurra escondiendo el sentido, sino poniéndolo todo a la vista y haciéndole gambetas constantes a la amenaza de la legibilidad. Entiendo por legibilidad la reducción de un texto a determinado discurso de poder jerárquico proveniente de cualquier rama (el periodismo, la filosofía académica, la psicología, la ciencia, la religión). No es que la literatura niegue esos discursos. Al contrario, juega todo el tiempo con ellos, pero los despoja de su capacidad de determinar el significado. La literatura procura espacios nuevos para que el lenguaje prospere y haga rizoma con el mundo desde una situación que es siempre espectral. Si existe un aspecto político de la literatura es justamente ese. Yo quería hablar de mis fantasmas colombianos, de la violencia, del horror y de la vitalidad rabiosa que se manifiesta en extrañas formas de resistencia cultural contra los poderes que desangran al país. Pero para hablar de todo eso tenía que encontrar una manera de gambetear la legibilidad hasta el límite del absurdo. Si te volvés legible te agarran y te ponen a trabajar para ellos.

La entrevista entera aquí (bien las respuestas, mal las preguntas).

Una lee el libro medio hipnotizada por esa combinación entre prosa de ritmo trepidante, prosa dura y llena de matices, y el devenir viscoso de la acción. Habrá que hablar del tipo de viaje que emprenden ciertos autores latinoamericanos de la generación de Cárdenas  -más o menos líricos, más o menos lacónicos, más o menos lúdicos, más o menos fantasmagóricos (Carlos Yushimito, Maximiliano Barrientos, Carlos Labbé, Valeria Luiselli…)- y hacia qué límites van.

La última novela de Juan Sebastían Cárdenas es Los estratos (Periférica) y ha sido elogiada por gente como Chejfec. Voy a tratar de leerla enseguida.

Aunque no es representativo del tono global del libro, copio un fragmento sobre el que me detuve porque da una clave de lo que el narrador persigue:

Apagué voluntariamente las imágenes. Alguien dijo que la imaginación nunca se muestra tan limitada, tan pobre y timorata como cuando tenemos que proyectar la vida conyugal. En esas proyecciones es inevitable que las mujeres se conviertan tarde o temprano en guardianas o carceleras. El monstruo adopta la forma de una amenaza que repta sutilmente y pone en juego la consistencia del sueño. El monstruo es el adulterio o la enfermedad, nunca la revolución, que ya no forma parte de las opciones disponibles. El rango se estrecha como un esfínter y a lo sumo se nos permite cultivar en secreto una vida salvaje, alguna dependencia, alguna fantasía, una parafilia grotesca, episodios controlados de abyección que sirvan para mitigar el tedio. ¿Era eso lo que yo quería? ¿A eso se refería ella con «volver a vivir»? ¿Ponerse en manos de mi paupérrima imaginación, de mi incapacidad para concebir algo distinto, algo nuevo? ¿Qué quería yo? Lo único que supe con claridad fue que, solo o acompañado, ya no volvería nunca más a poner un pie en mi casa.

zumbido

 

Nada es verdad, todo está permitido

1. Life is a killer

Periodista: Mary McCarthy te ha caracterizado como un utópico amargado. ¿Es cierto?

William Burroughs: Si eso significa que lo que digo debe ser tomado literalmente, entonces es verdad… sí, para ser consciente del verdadero crimen de nuestra época, para dar en el blanco. Todo mi trabajo va dirigido contra aquellos que están empeñados, mediante la estupidez o el designio, en volar el planeta o en hacerlo inhabitable. Como la gente de la publicidad de la que hablábamos, me interesa la manipulación precisa de las palabras y las imágenes para generar una acción, no para salir y comprar una Coca-Cola, sino para crear una alteración en la conciencia del lector. Sabes, me preguntan si continuaría escribiendo si estuviese en una isla desierta y supiese que nunca nadie va a leer lo que he escrito. Mi respuesta es rotundamente sí. Continuaría escribiendo por compañía. Porque estoy creando un mundo imaginario -siempre es imaginario-donde me gustaría vivir.

Desde el 6 de septiembre de 1951, el día en que todo cambió, el empeño de Burroughs se concentró, también en un sentido no figurado, en dar en el blanco. Hizo prácticas de tiro hasta el final de sus días. «Mi pasado fue un río envenenado del que uno tuvo la fortuna de escaparse y por el que uno se siente amenazado años después de los hechos relatados». Para desenmascarar al Espíritu Feo que mató a Joan Vollmer se celebró un ritual. (Para seguir leyendo tenemos que aceptar que fue el Espíritu Feo y no un coctel de ginebra y benzedrina quien acertó a Joan en la cabeza aquel día en México. La historia se escribe como un cuento de hadas). Hubo que esperar hasta 1985. Bestsellie, el hechicero indio recomendado por Brion Gysin, tenía fama de ser un poderoso brujo que conocía secretos arcanos. Se decía que era capaz de enfrentarse y lidiar con todo tipo de entidades sobrenaturales, abriendo cualquier puerta y ofreciendo respuestas.

Para lograr ese objetivo, el Sacerdote Yonki no estaría solo y todos los personajes de sus novelas acudirían en su auxilio. La Policía Nova y Juan el Muerto le ayudarían, al igual que los Chicos Salvajes, encargados de destruir todos los sistemas dogmáticos y las viejas basuras verbales. Y también Hassan i Sabbah, el viejo de la montaña, mítico lider de la oscura y antigua secta de Los Asesinos (…) A partir de entonces, Burroughs adoptó la famosa máxima de Hassan i Sabbah: Nada es verdad, todo está permitido. Una contraseña mágica. La frase funcionaba como un método que destruía cualquier resistencia. «Se dice que un iniciado que desee conocer la respuesta a cualquier pregunta-escribió en Ciudades de la noche roja– sólo necesita repetir estas palabras cuando se duerme y la respuesta llegará en un sueño.

Tras un ritual agotador el chamán vio al Espíritu Feo que mató a Joan con la mano de Burroughs. El Feo era un hombre blanco siniestro, sin ojos, con cara de magnate americano, con cara de Rockefeller, de J.P Morgan pero sobretodo con cara de William Randolph Hearst.

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2. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs

Somos escépticos en relación a la importancia que tal evento tuvo para la historia de la humanidad. Pero el escepticismo puede ser tanto un obstáculo para escribir libros como una manera de acercarse a ellos. Aunque se intuye que el subtítulo del libro no es del autor Servando Rocha sino de la editorial Alpha Decay, queremos ver en el encuentro ese choque  «galaxias heridas» de que habla el autor. En todo caso no son las repercusiones del encuentro lo que importa sino todo lo que se cruzó ahí, aquel día de octubre del 93 en que esos dos yonquis intercambiaron regalos en Kansas. Cobain le regaló a Burroughs un casete de Leadbelly. Lo interesante no es la foto (hay cuatro o cinco de la ocasión), ni siquiera lo se dijeron Cobain -que ya estaba muerto, según apreció Burroughs aquel día- y su ídolo. Lo interesante es la capacidad de Rocha (se le agradecen la fluidez y las referencias) para explicar un siglo de contracultura a través de Leadbelly, Burroughs y Cobain. (Leadbelly -el primer punk rocker según Cobain- nieto de esclavos asesinados por el Ku Klux Klan se pudrió en la cárcel por acuchillar a un hombre que le había atacado, pero le permitieron grabar algunos temas de su autoría, míticos hasta el final de los tiempos, entre ellos The house of the rising sun y Where did you sleep last night, titulada en origen Black girl y que por cierto dista mucho de ser el enigmático lamento de un cornudo).

leadbelly3. Devil got my woman

Detrás de cada viejo cantante de blues hay un agujero de bala. Son House, Skip James. Burroughs no iba ni al buzón sin portar una de sus pistolas. Poseía una excelsa colección. La más potente era una 454 Casull. Dormía con una S&W Snubble del 38 bajo la almohada. A veces practicaba tiro sobre un retrato de Shakespeare, lo que no deja de ser una metáfora certera de todo cuanto su obra persiguió. A Cobain también le gustaban las armas, pero al contrario que sus otros muchos visitantes no le pidió que se la enseñara. Juntos grabaron un disco titulado The Priest they called him basado en un texto de Burroughs bastante sórdido en el que el Cura, un vendedor callejero de postales contra la tuberculosis, encuentra una maleta con unas piernas dentro (que más tarde nos remitirá al oscuro crimen de la Dalia Negra). Cobain le acompaña con una guitarra atmosférica e inquietante. Burroughs interpretó el breve papel de Priest en Drugstore Cowboy (1989) de Gus Van Sant, donde dice su texto como un poeta del XIX recitaría sus versos. El viejo predicador, High Priest of Hipsterism. El cura es un tipo ambiguo, en todo caso un yonqui capaz de compartir su dosis. En su pasado hay un agujero de bala. Todo indica que también él pactó con el diablo en un cruce de caminos. El blues explica a Burroughs tanto como el nihilismo explica a Cobain. La contracultura americana es una historia de la violencia que, como toda conquista, necesita un reguero de cadáveres -a veces anónimos- con que poder construir una historia nueva que será, en última instancia, un virus, un himno generacional. A Cobain, que soñaba con un fin del mundo sin testigos, tal vez no le hubiese preocupado en absoluto la respuesta a la pregunta que Rocha deja flotando en el epílogo: la música de Nirvana, los libros de Burroughs y las canciones de Leadbelly, ¿pervivirán a su tiempo y, en caso de que así sea, cómo se hablará de ellos cuatro siglos después? ¿Resistirán la forma que tenemos de narrar la historia y construir acontecimientos? Dicho de otro modo, ¿podemos soñar con que dentro de cuatro siglos un nuevo Exterminador practique tiro contra la efigie de Burroughs? nada es verdad

 

 

El agrio

He leído estos días dos novelas muy cortas de Valérie Mréjen (París, 1969), El agrio y Mi abuelo (ambas en Periférica). No he encontrado todavía Eau Sauvage, la tercera de sus novelas publicadas en español, pero seguiré buscándola. Pongo el término novela bajo sospecha porque Mréjen se propone en sus libros contar una historia renunciando a narrar. Tanto El agrio, retrato de un amor de juventud, como Mi abuelo, una especie de película familiar muda, eluden deliberadamente toda psicología y se limitan a los hechos. No se trata siquiera de hechos objetivos. Los hechos objetivos no importan en literatura. La escritura de Mréjen es altamente subjetiva porque trabaja con la memoria. Cada párrafo es un indicio, una pincelada que hará que se forme en el lienzo una pieza reconocible aunque genéricamente difusa que después podremos adjetivar y olvidar ahí. La fiesta debe continuar. David Markson necesitó escribir cinco o seis novelas para decir que el autor había muerto y que por lo tanto el lector estaba en vías de extinción. DFW vino a decir que no era la literatura sino nosotros los que moríamos, es decir, que podemos matar al escritor pero la literatura es indestructible. Las novelas de Mréjen me recuerdan a las de Markson (sólo en la forma) porque están compuestas de enumeraciones, de párrafos cortos y separados que describen situaciones o personajes a través de sus gestos, sus manías, sus respuestas. No hay conclusiones tras los comportamientos. Ella cita a Perec, a Duras y a Ginzburg como principales influencias. Se nota en la textura de sus libros que Mréjen se dedica también a otras cosas. No sé bien si posmoderna o naif, su literatura. Pero renunciemos a la psicología y escribamos novelitas-esqueleto. Seamos franceses.

portada-EL-AGRIO

Viaje en torno de mi cráneo

Una tarde de marzo de 1936, el escritor húngaro Frigyes Karinthy merendaba en un café de Budapest mientras resolvía el crucigrama semanal y pensaba en la obra cómica en tres actos en la que estaba trabajando. Entonces partieron los trenes. Eran las siete en punto y era raro que partieran los trenes porque en Budapest sólo quedaban ya tranvías eléctricos. Era un ruido ferroviario, un gruñido de esfuerzo, lento como cuando las ruedas de la locomotora se ponen en movimiento poco a poco y luego empiezan a chirriar; el convoy pasa a nuestro lado, después nos deja allí, con una trepidación que luego va disminuyendo… El ruido era violento y se repetía cada diez minutos, con  puntualidad de horario municipal. Al terminar su merienda, Karinthy había descartado que el ruido perteneciera al mundo circundante. Venía de su cerebro. Algo estaba mal. Tal vez a usted no le suene de nada, pero en el Budapest de los años 30 hasta los perros paraban a Karinthy por la calle para pedirle un autógrafo. Era autor de más de cinco mil artículos periodísticos y más de mil obras teatrales. Había escrito dos novelas que eran continuaciones de Los viajes de Gulliver de Swift y había formulado la hipótesis de los seis grados de separación en su cuento Chains (aquí en inglés).

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Al ruido de los trenes se sumaron en los días que siguieron jaquecas, vértigos, naúseas y desmayos. Una visita al oftalmólogo vino a confirmar las sospechas del escritor: la papila edematosa, añadida a los anteriores desarreglos, era el síntoma inequívoco de un tumor cerebral. Karinthy conocía el diagnóstico antes de que los médicos le dieran el funesto veredicto. En un hospital psiquiátrico había visto a un paciente con tumor y había reconocido en la expresión de su cara un rictus y un color que él veía en el espejo cada mañana al levantarse. Los médicos tardaron un tiempo en confirmarlo. Pero él ya andaba por ahí como un detective bienhumorado que ha descubierto antes que nadie a su futuro asesino. Tres semanas después, el diario novelado del enfermo registra pasajes dignos de una tragicomedia:

Salgo del coche, no sin dificultad; me pongo al borde de la calle, atestada de gente, y empiezo a vomitar, altivo, impertinente, impúdico. La gente se detiene; hay quien menea la cabeza sorprendido, otros se contentan con mirarme. Un golfillo se ríe a carcajadas. ¡Pazguatos!, pienso. Estoy vomitando, ¿qué os parece? ¿y qué más da? Estoy enfermo, en situación especial, tengo derecho a hacerlo: vosotros no lo tenéis; ya podéis ver que lo devuelvo todo. Pasad, señoras y señores: aquí se puede ver mi modesta opinión acerca de todos vosotros, de mí mismo y de toda esta vida tal y como ha resultado (…) Me encuentro en la terraza de Café de France. Ya no bromeo ni reniego; guardo silencio. Me duele la cabeza. Observo admirado mi jaqueca, pues esto también es posible. Nunca hubiera creído posible que hasta tal punto… Y a pesar de ello uno no pierde la conciencia, no se desmaya, sino que es capaz de reflexionar. Razona, observa y ejecuta complicados cálculos. El cerco de acero que aprieta mi cráneo se contrae con minúsculos ruidos de ruptuta. ¿Hasta cuándo podrá seguir estrechándose? Voy contando las rupturas casi imperceptibles. Ha habido dos más aún, a pesar de que me he tomado tres dosis de la medicina que me recetaron. Saco mi reloj y lo coloco ante mí, sobre la mesa.

-Que me traigan morfina -digo fríamente y con hostilidad.

-No es posible. ¿Sabe que no es posible? ¡Qué ideas tiene usted! ¿Y por qué ha sacado el reloj?

-Dentro de tres minutos, quiero que me den morfina.

Me miran desconcertados, vacilantes e inquietos; nadie se mueve. Pasan los tres minutos. Pasan otros diez más; entonces guardo el reloj en mi bolsillo, muy tranquilo, y me levanto tambaleándome.

Si el tumor no se opera en diez días, Karinthy se quedará ciego y no tardará en perder la razón. La familia se pone en movimiento. Le operará en Estocolmo el cirujano  Herbert Olivecrona. A su paso por Viena, tras las enésimas pruebas, un doctor (que por otra parte intenta curar la esquizofrenia con pinchazos de insulina) concluye que detrás del cerebelo del escritor crece un edema que es ya del tamaño de un huevo de gallina. El diagnóstico, detallado y admirablemente preciso, ha sido establecido en función de unos cuantos datos en extremo oscuros, obtenidos por mera especulación (…) tal como Le Verrier designara con exactitud el emplazamiento de Urano, sus dimensiones, su trayectoria. Karinthy se ríe de los otros tanto como de sí mismo y a estas alturas del libro se ha ganado ya un hueco duradero en nuestro corrupto corazón. Es consciente de que el buen humor y las bromas no nacen de las circunstancias, sino que son una necesidad vital, como un narcótico. Si el huevo en su cabeza no le impide la  fantástica narración de un sueño que es como un fresco de El Bosco, ni el despliegue de su erudicción amable, ni esta franca exhibición de deducción e intimismo, el triunfo es suyo hoy, por ahora.

Cuando llega a Estocolmo la autobiografía neurológica cede momentánemente ante la crónica de viaje y las reflexiones acerca de la realidad como materia novelable. El autor se convierte en algo así como un turista-paciente. Está ingresado en la clínica y ha empezado a enviar sus crónicas a Budapest, que se publican en forma de folletín (luego un editor las reunirá en el volumen póstumo que tenemos entre manos). Su enfermedad se convierte en un asunto de Estado. Karinthy, para quien la realidad es una creación humana y hasta un género literario, reconoce que esta impone su criterio, su cronología, cuando el escritor «pretencioso» intenta alterar el orden de hechos, pensamientos o asociaciones en la composición de la novela autobiográfica. Siempre, dice, todo resulta más comprensible y produce mayor efecto contado tal como ocurrió en la realidad y no como hubiera podido ocurrir. La realidad sabe mucho mejor, aun desde el punto de vista simbólico, cómo, cuándo y dónde colocar las cosas.  Y es que, aunque positivista confeso (y detractor del psicoanálisis), Karinthy tenía algunas supersticiones. Por ejemplo:

Explico al director que soy enemigo acérrimo de la cremación, pues considero que es un procedimiento demasiado violento; el cadáver no es algo tan muerto como suponemos generalmente, o, por lo menos, no se puede saber a ciencia cierta si todavía sirve para algo. Ni siquiera pienso en el ciclo de la naturaleza, en el nitrógeno que las plantas necesitan, sino que me pregunto si un buen día no se descubrirá que es muy importante para nosotros mismos, para nuestra alma (o para eso un tanto enigmático que llamamos alma) que el cadáver se descomponga precisamente así, de esta manera, poco a poco, tal como se ha venido haciendo, ya que tal vez el cuerpo astral toma su finísima materia de estos residuos. Al volver a casa me siento avergonzado: ese hombre me habrá tomado por un místico ocultista, cuando yo en realidad sólo intentaba hacerle comprender que todas las cosas tienen un ritmo, su horario sui géneris, y que es preciso no precipitar nada.

Karinthy asiste consciente a la extirpación del tumor y lo narra con detalle, con tensión pero siempre con humor. En temas de humor, no admito bromas. Mientras está bocabajo con los sesos al aire la vida continúa con sus pequeñas banalidades. Hace valer sus vigorosas dotes de dramaturgo, se convierte en el maestro de ceremonias de cuanto pasa a su alrededor. Cita a Kant, recuerda a Strindberg. Anima los pensamientos del cirujano, imagina lo que ahora mismo estará diciendo Tibor, camarero de Budapest, o la condesa X, que ha costeado la operación. Está en el centro de un escenario, la realidad es una (bella) creación suya. Sueña que es un perro que corre detrás de un tren. Vive dos años más.

Viaje en torno de mi craneo

La edición norteamericana trae un prólogo de Oliver Sacks. Viaje en torno de mi cráneo se publicó en España en los años 50 en la excelente traducción del psiquiatra e hispanista húngaro F. Oliver Brachfeld que Galaxia Gutenberg recuperó en 2007.

Lo que en literatura hay que evitar

Imagino la cara que hubiera puesto Borges si, al término de su vida, un editor imprudente hubiera cometido la torpeza de proponerle que escribiera sus memorias. Dice Piglia que la tradición literaria tiene la estructura de un sueño en el que se reciben los recuerdos de un poeta muerto. Aun habitado por los recuerdos de Shakespeare además de por los suyos propios y los de quién sabe cuántos escritores ingleses del XIX, la cara de Borges hubiera sido sin duda algo más divertida que la que hubiera puesto Funes ante la misma invitación.

Esta propuesta que un editor hizo a Bioy Casares en los 90 fructificó en su caso en unas memorias breves, pues la memoria, como es sabido, puede ser también esquiva y arbitraria y atenerse a un capricho que la autobiografía como género no se puede permitir. Tusquets publicó en 1994 (cinco años antes de la muerte del escritor) las Memorias de Bioy, asegurando en la contratapa que se trataba solo del primero de los volúmenes. Nunca hubo una segunda parte, hecho que quedó pocos años después ampliamente compensado con la aparición póstuma de Borges, un libro de 1600 páginas de conversaciones y encuentros con Borges que Bioy había registrado en sus diarios a lo largo de cincuenta años de amistad.

Las Memorias de Bioy, aunque caprichosas y redactadas (si no dictadas) en una vejez dolorosa, tienen la virtud de ir en línea recta hacia los recuerdos que pueden decirse, traer comentarios y juicios sobre la obra propia, decantar algunas ideas (por ejemplo sobre la novela policial) que compartía con Borges. También hay cosas como esta boutade, lista que hace el protagonista de un cuento que no llegaron a escribir y que era, a fin de cuentas, un escritor de obra escasa:

En literatura hay que evitar

-Las curiosidades y paradojas psicológicas: homicidas por benevolencia, suicidas por contento. ¿Quién ignora que psicológicamente todo es posible?

-Las interpretaciones muy sorprendentes de obras y de personajes. La misoginia de Don Juan, etcétera.

-Peculiaridades, complejidades, talentos ocultos de personajes secundarios y aun fugaces. La filosofía de Maritornes. No olvidar que un personaje literario consiste en las palabras que lo describen (Stevenson).

-Parejas de personajes burdamente disímiles: Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y Watson.

-Novelas con héroes en pareja. La dificultad del autor consiste en: si aventura una observación sobre un personaje, inventará una simétrica para otro, abusando de contrastes y lánguidas coincidencias: Bouvard et Pécuchet.

-Diferenciación de los personajes por manías. Cf: Dickens.

-Méritos por novedades y sorpresas: trickstories. La busca de lo que todavía no se dijo parece tarea indigna del poeta de una sociedad culta; lectores civilizados no se alegrarán en la descortesía de la sorpresa.

-En el desarrollo de la trama, vanidosos juegos con el tiempo y con el espacio. Faulkner, Priestley, Borges, Bioy, etcétera.

-El descubrimiento de que en determinada obra el verdadero protagonista es la pampa, la selva virgen, el mar, la lluvia, la plusvalía. Redacción y lectura de obras de las que alguien pueda decir esto.

-Poemas, situaciones, personajes con los que se identifica el lector.

-Frases de aplicabilidad general o con riesgo de convertirse en proverbios o de alcanzar la fama (son incompatibles con un discours cohérent).

-Personajes que puedan quedar como mitos.

-Personajes, escenas, frases deliberadamente de un lugar o de una época. El color local.

-Encanto por palabras, por objetos. Sex y death-appeal, ángeles, estatuas, bric-à-brac.

-La enumeración caótica.

-La riqueza de vocabulario. Cualquier palabra a la que se recurre como sinónimo. Inversamente. Le mot juste. Todo afán de precisión.

-La vividez en las descripciones. Mundos ricamente físicos. CF: Faulkner.

-Ambientes, clima. Calor tropical, borracheras, la radio, frases que se repiten como un estribillo.

-Principios y finales metereológicos. Coincidencias meteorológicas y anímicas. Le vent se lève!… Il faut tenter de vivre!

– Todo antropomorfismo.

-Novelas en que la trama guarda algún paralelo con la de otro libro. Ulysses de Joyce.

-Libros que fingen ser menús, álbumes, itinerarios, conciertos.

-Lo que puede sugerir ilustraciones. Lo que puede sugerir filmes.

-La censura o el elogio en las críticas (según el precepto de Ménard). Basta con registrar los efectos literarios. Nada más candoroso que esos dealers in the obvious que proclaman la inepcia de Homero, de Cervantes, de Milton, de Molière.

-En las críticas toda referencia histórica o biográfica. La personalidad de los autores. El psicoanálisis.

-Escenas hogareñas o eróticas en novelas policiales. Escenas dramáticas en diálogos folosóficos.

-La expectativa. Lo patético y lo erótico en las novelas de amor; los enigmas y la muerte en novelas policiales; los fantasmas en las novelas fantásticas.

-La vanidad, la modestia, la pederastia, la falta de pederastia, el suicidio.

 

Los vampiros de Jarmusch leen a los clásicos

Una de las ventajas de vivir varios siglos es que puedes leer todos los libros que la imprenta ha dado al mundo. Los vampiros de Jarmusch han desarrollado además la capacidad de asimilar una página en pocos segundos gracias a sus poderes sensoriales. Hay una escena de Only lovers left alive (2013) donde vemos a Eve (Tilda Swinton) haciendo una maleta que sólo contendrá libros. Lleva en Tánger una vida retirada. Cada cierto tiempo se reúne con su dealer, Kit (John Hurt), que es en realidad el dramaturgo inglés Christopher Marlowe. Él la provee de sangre de buena calidad. Y es que los vampiros de Jarmusch, como los animales, sólo atacan cuando es absolutamente necesario. El grado de civilización que han alcanzado les obliga al autocontrol pero los inclina al pesimismo (el marido de Eve, que no en vano se llama Adam (Tom Hiddleston), es un músico lúcido que se quiere matar). Pero la mayoría del tiempo son una especie de yonkis cultos y melancólicos dedicados a la creación y a la obtención de sangre no adulterada. Espectacular y eléctrica revisión del mito vampírico, tal vez  la mejor película del director hasta la fecha. Una crítica de la cultura y una revisión de la historia de la humanidad desde un planteamiento underground.

Only Lovers Left Alive 1Only Lovers Left Alive  2Only Lovers Left Alive 4Only Lovers Left Alive 7Only Lovers Left Alive 9Only Lovers Left Alive 11Only Lovers Left Alive 12Only Lovers Left Alive 10Only Lovers Left Alive 6Only Lovers Left Alive 8Only Lovers Left Alive 15Obsérvese que toda vampira hipster lee a Foster Wallace.

Las seis reglas del estilo nobelmarquiano (Por F. Varanini)

(…) Valga el ejemplo de El general en su laberinto, obra dedicada a Bolívar y que al autor le ha costado, como él mismo no deja de puntualizar, «tres años de indagaciones históricas y dos de máquina de escribir», fruto de la consulta a historiadores, lingüistas y amigos ilustres repartidos por todo el mundo, a quienes «Gabo ha pedido ayuda humildemente, gastando millones de pesos en llamadas telefónicas» (…)

Regla nº1, o La estética del toque de más

Lo primero que ha de aprender el aspirante a escritor nobelmarquiano es lo siguiente: ser redundante, buscar la voluta ornamental, la zalamería.

Entonces se dejó arrastrar por el instinto, se abrió paso entre el viento y la lluvia, y contrarió la orden del capitán al borde del abismo.

El énfasis es el esqueleto de la frase, la adjetivación está situada en el centro de atención.

Es «sorprendente» la impresión, pero también lo es el rugido; es «radiante» el cráneo a causa de la calvicie total, pero son «radiantes» también las voces de los esclavos, así como es «radiante» el sol y es «inmensa y radiante» la noche. Los crepúsculos son, como es sabido, «fugaces», pero también pueden serlo los desmayos. Las esclavas de Manuelita Sáenz son «guerreras» e «inmortales», pero «inmortal» es también la blenorragia. Poco importa si el adjetivo es siempre el mismo, ni si es gratuito o banal: el efecto, por lo menos el sonoro, está igualmente asegurado.

Regla nº 2 o Del machismo estilístico

Tras adjetivar dondequiera y comoquiera, buscar apenas sea posible la metáfora; ahora bien, habrá que aprender a no hacerlo al azar. Será oportuno evitar los medios tonos y, en cambio, habrá que expresarse por medio de afirmaciones decididas y absolutas. Las zalamerías, las volutas, los giros redundantes y enfáticos deberán añadir a la frase un valor de verdad irrefutable, apodíptica. Oprimir, aplastar, confundir, perturbar al lector: esta ha de ser la finalidad de la escritura.

Cartagena de Indias -cuyas murallas son, naturalmente, «invencibles»- es «muy noble y heroica ciudad, mil veces cantada como una de las más bellas del mundo»; pero ello no impide que también la bahía de Santa Marta quede en el recuerdo de Bolívar como «la más bella del mundo». Las tempestades son «bíblicas» y «bíblicos» son también los improperios y las cóleras (…)

Regla nº3, o La coartada del paisaje

El general Bolívar «se despidió con una frase amable de cada uno de los miembros de la comitiva oficial. Lo hizo con una sonrisa fingida para que no se le notara que en aquel 15 de mayo de rosas ineluctables estaba emprendiendo el viaje de regreso a la nada».

Cuando no sepáis qué decir, ni cómo decirlo, condimentad vuestras frases amables con «rosas ineluctables». No importa si la expresión carece de significado o es absurda, porque el autor ha definido hábilmente un contexto en el que cualquier absurdo parace provisto de sentido. Si en el Caribe todo es mágico y la realidad supera al sueño, cualquier comparación grosera puede mostrarse como refinada.

Regla nº 4 , o El refuerzo de lo que ya se ha dicho

Escribir a la manera nobelmarquiana significará remitir siempre y comoquiera que sea a las páginas escritas con anterioridad. Escribid siempre lo que esperan de vosotros; así evitaréis al lector la fatiga de lo nuevo. Y dado que la cita ha de mostrarse evidente incluso para el lector distraido, no temáis exagerar. Por eso en El general en su laberinto no se habla de Bolívar sino en la medida en que es posible hacerlo a través de formas y contenidos extraídos de las anteriores novelas de Márquez.  No hay línea que no nos remita a personajes ya presentados; no hay un adjetivo nuevo, no hay un giro que no haya sido probado antes. De este modo, para hablar del general se nos ofrece una nueva píldora de mitología marquiana. La metáfora de la «hojarasca», los mismos excrementos de vaca tomados como símbolo de la extrema burla al poder, el mundo fluvial de El amor en los tiempos del cólera y las infelices campañas de Aureliano Buendía.

Regla nº 5 o De la exageración medusea

La quinta regla se enuncia así: la narración deberá sanearse, secarse de todo valor emotivo; a tal efecto se deberán utilizar sin límites las referencias explícitas a las emociones. Todo debe estar fijado en el mármol de una expresión exacta y exhaustiva. La mirada del autor debe privar a los personajes del soplo vital a costa, si es necesario, de atontarlos. Por eso, ni siquiera al hablar de la guayaba -el fruto cuya fragancia, según nuestro autor, resume por entero el enigma del trópico-, ni siquiera al hablar de este supremo símbolo de su imaginario, Márquez podrá abandonarse: también aquí todo deberá ser explícito, fijado en una frase concebida para censurar todo sentimiento. Si las referencias a la guayaba estuviesen solo insinuadas, si se dejasen en el umbral de lo no dicho, la «fragancia viciosa» (p.115) del fruto podría decir tal vez demasiado sobre el mundo interior del autor. Por tanto, porque su estómago no soporta «el terrible poder de evocación de las guayabas maduras» (p.188) a los lectores deberá mostrarseles tan solo una escena banal: el general que se embriaga «un instante» con el olor del fruto, le da un «mordisco ávido», mastica la pulpa «con deleite infantil», la saborea «por todos lados» y por último la traga «poco a poco, con un largo suspiro de la memoria».

Regla nº 6 o De la exclamación narcisista

Por último, siempre que sea posible, procuremos aplastar bajo el telón al lector. Salpicaremos el texto con instrucciones de uso estrictas y vinculantes, y  así haremos todo lo posible por quitarle el aliento.

El general «se empantanaba en aquel viaje sin fin hacia ninguna parte»: ¡qué triste destino! ¡Conmoveos!

La tropa está «carcomida por el tedio»: ¡pobres soldados, víctimas del aburrimiento!

El general era «capaz de apartar océanos y derribar montañas con su terrible poder de seducción»: ¡Qué hombre!

El verdadero contenido de la narración es el mensaje narcisista. Todo está escrito con la finalidad de que del coro de lectores se eleven gritos de admiración: ¡Terrible! ¡Fabuloso! ¡Increíble! Todo está programado para arrancar al final un único y unánime gesto. ¡Aplausos para el autor!

Una novela en estilo nobelmarquiano es como la caravana que acompaña a Manuela Sáenz en sus mudanzas: «cuatrocientas cajas con cosas innumerables cuyo valor no se estableció».

Es la novela hecha para el mercado, pero con la pretensión de mostrarse culto. Es la escritura periodística que trata de ocultar a través de adjetivos multicolores la poquedad de la crónica y el escaso conocimiento del asunto (…)

garciamarquez

Francesco Varanini. Viaje literario por América Latina (831 páginas). El acantilado (2000). Imagen

 

Marranadas (de Marie Darrieussecq)

Alguien decía no hace mucho en twitter que la página 77 debería ser el ecuador de todo libro. Yo estoy completamente de acuerdo. Por eso, antes que nada, aprovecho esta irrisoria ventanita para conminar a los escritores a hacerlo breve. No se cuelguen galones en virtud del grueso de sus tochos, damasicaballeros. No se crean más escritores por traer más páginas al mundo en un mismo volumen. Digan lo que tengan que decir en 154 páginas. Cuenten su historieta, hagan su drama, pergeñen su sátira. Pero que la página 77 sea el ecuador de su criatura. No se hagan daño. Piensen en Foster Wallace. La 77 como ecuador no nos libra necesariamente del aburrimiento (piensen en César Aira), pero sin duda lo mitiga. Además, el gesto de abandonar un libro fino es para el lector siempre más alegre que el abandono de uno gordo. Comenzar un libro fino y al poco desecharlo es algo que hacemos casi con alegría, con despreocupación. Bah, nos decimos: era un librito de mierda. Ni libro casi era. Y probamos con el siguiente.

Esto viene a que el otro día, después de leer esta reseña de @justlola de una novela de Darrieussecq, a quien no conocía pero quien de inmediato me intrigó, troté a mi biblioteca amiga y acto seguido a la segunda más amiga y heme aquí ante todos los libros de Marie Darrieussecq (Bayona, 1969) disponibles en las bibliotecas públicas de Madrid. Uno sobre otro encima de mi escritorio los miro con devoción. La regularidad es asombrosa. Todos son idénticos en grosor. Ninguno excede las 150 páginas. Ni Marranadas, ni El bebé, ni Respirando bajo el agua, ni La aparición de los fantasmas rebasan esa redonda cifra. Veo los libros apilados y uniformemente flacos, amarillos (son de anagrama), colaborando desde la sensatez y la mesura a ser leídos (cada uno) en cuatro viajes de metro. Empiezo por el primero, Marranadas (Truismes, 1996). El Pornokratés de Félicien Rops bajo el título divide mis dudas entre la moral y el chancho. Prevalece después la patada a lo burgués sobre lo meramente porcino. Estoy dentro de la historia desde la página uno y divirtiéndome desde la tres, y me alegra pensar que las historias de Darrieussecq absorberán el tedio y el fastidio de los diarios viajes en metro durante al menos medio mes. El tono deliciosamente menor y el argumento en torno a la vida laboral y medio fantástica de una mujer joven que acaso se metamorfosea me llenan de esperanzas sobre mis posibilidades como escritora y ya estoy en Gregorio Marañón.

Una joven narra en primera persona la historia reciente de su vida. Lo hace desde un lugar oscuro y sórdido y lleno de barro y en el tono confesional que se mantiene durante todo el libro lamenta que recordar le es cada vez más penoso. Humilde, pide perdón de antemano por la desagradable historia que no puede dejar de contar: con solo estudios elementales y por razones de pura supervivencia se lanzó al mercado laboral y encontró trabajo en una perfumería. La perfumería se revela al poco salón de masajes y el salón de masaje se revela eufemismo de burdel con fachada de perfumería. Rápidamente medra gracias a un atractivo basado en la turgencia de sus formas. Es la favorita de los clientes aunque su salario es más que pírrico. Ella se esfuerza en aumentar las ganancias de la empresa. Lo primordial es que el jefe esté contento. Su cuerpo empieza a mutar: engorda, cambia sus bocadillos de jamón por patatas crudas y castañas, su piel se vuelve áspera, le crecen pelos como escarpias incluso en la espalda, las uñas se le curvan y le nacen cuatro tetillas nuevas. Apesta. A su alrededor todos, incluso su novio Horoné, la rechazan.

Por conservar su trabajo se somete a todo tipo de vejaciones. La renuncia a uno mismo es acaso la primera de ellas. Darrieussecq nos lo dice en forma de fábula. No es la renuncia sino la evidencia de que cada uno de nosotros tiene que venderse en el mercado. La metamorfosis como asunto es tan viejo como la propia literatura (piensen en Ovidio) y la transformación en cerdo resulta idónea para escenificar el adocenamiento, la compra-venta laboral de que somos objeto. D. nos hace ver además cómo colaboramos nosotros en esta suerte de vejación, en esta disolución de identidad y ser en aras del lucro ajeno. El llamado instinto de conservación es, después de todo, poco más que un bajo instinto. Oink. Cuando se consuma la metamorfosis, la protagonista pasea por la ciudad la ignominia de haberse convertido en cerda. Lleva sobre la piel las marcas de la caída e incluso los curas se niegan a absolverla de lo que por fuerza ha de ser el síntoma físico de sus pecados.

Cuando lo más despiadado se cuenta desde una inocencia animal, desde una conciencia que no juzga porque no concibe el mal ni cuestiona nada, el humor es como una flor que marchitó la ironía. (Es absoluta la solidaridad del lector con la cerda. Amamos a la cerda. Sufrimos por la cerda). Narrar hechos fantásticos con los recursos del realismo, mirar hacia lo cotidiano siendo el-otro-indefenso, la víctima que se siente culpable, nos obliga a terminar esta frase con un adjetivo kafkiano. Darrieussecq asegura que no tenía intención de denuncia al comenzar la novela (durante las peripecias de la cerda por el submundo de la ciudad un candidato xenófobo gana las elecciones presidenciales, justo después de que la cerda se haya quedado embarazada del árabe (já) que limpia en el hotel donde la cerda pasa unas noches, luego el árabe es deportado a punta de metralladora, quería la crítica ver una crítica a Le Pen, etc). Pero dice la autora que empezó a escribirla y fue la historia quien tomó su propio camino. La historia sin duda estaba en el ambiente. Es tarea del escritor detectar y dar cuenta de las sucesivas mutaciones del alma contemporánea. Marie lo hace magistralmente en 150 páginas y yo la aplaudo.

Crédito: Pierre Verger

Crédito: Pierre Verger

Discursos interrumpidos, Walter Benjamin (fragmento)

SILENCIANDO PLANES. Pocas maneras de superstición están tan extendidas como la que retiene a las gentes de hablar entre sí de sus proyectos e intenciones más importantes. No sólo penetra este comportamiento todas las capas de la sociedad, sino que todo tipo de motivaciones humanas, desde las más triviales hasta las más soterradas, parece que participa de él. Claro que lo más inmediato se nos antoja tan vulgar y tan razonable que no pocos pensarán que no hay razón alguna para hablar de superstición. Nada resulta más comprensible que un hombre al que le ha fallado algo procure guardar para sí su fracaso y, para asegurarse esa posibilidad, calle acerca de sus propósitos. Pero esto es más bien la capa superficial de las razones de su determinación, el barniz trivial que disfraza las más profundas. Por debajo de ella está la segunda en forma de un saber sordo acerca de cómo la descarga motriz, la sucedánea satisfacción motriz de hablar, debilita la capacidad de acción. Sólo escasas veces se ha tomado tan en serio como merece ese carácter destructivo de la palabra que hasta la experiencia más simple conoce. Si pensamos en que casi todos los planes decisivos están vinculados a un nombre, que incluso están atados a él, veremos claramente qué caro sale el placer de pronunciarlo. No cabe duda de que a esta segunda capa le sigue una tercera. Es la idea de que sobre la ignorancia de los otros, sobre todo de los amigos, subimos como por los escalones de un alto horno. Y para que esta no sea suficiente, hay todavía una última capa, la más amarga, en cuya profundidad penetra Leopardi con las siguientes palabras: «La confesión del propio sufrimiento no provoca compasión, sino complacencia, y no sólo en los enemigos, sino en todos los hombres que se enteran de ello, despierta alegría y ninguna pena. Porque es una confirmación de que quien sufre vale menos y uno mismo más». ¿Cuántos hombres estarían en situación de darse crédito a sí mismos si su razón les susurrase este atisbo de Leopardi? ¿Cuántos, asqueados por conocimiento tan amargo, no lo escupirían? Aparece entonces la superstición, una concentración farmacéutica de los ingredientes más amargos, que nadie podría probar por separado. En los usos populares y en los proverbios el hombre prefiere obedecer a lo oscuro, a lo enigmático, y menos en cambio dejarse predicar en el lenguaje de la sana razón toda la dureza y todo el dolor de la vida.

(Taurus, traducción de Jesús Aguirre)

Para Gloria, William T. Vollmann

Hace unos meses el New York Times publicó una entrevista con Vollmann que incluía esta serie de fotografías del autor travestido. El periodista se apresuraba a decir después que Vollmann es heterosexual, está casado y tiene una hija adolescente. Por lo visto también tiene un armario lleno de pelucas y tacones que utilizó para convertirse en su alter ego femenino para su última obra, The book of Dolores (2013), un ensayo fotográfico en el que  se retrata a sí mismo convertido en Dolores (una antítesis de Lolita) utilizando variadas técnicas de impresión (algunas decimonónicas) para reflexionar sobre lo que imaginamos ser, el cuerpo como un límite.

vollmann in drag

Vollmann no es ni prostituta, ni travesti, ni enfermo de sida ni alcohólico mendicante. Tampoco es un turista en el abismo. Es un periodista haciendo su trabajo, un novelista que comparte el pan con sus personajes. O un aventurero moderno. O un superhéroe. No usa internet. Después de su summa cum laude en literatura comparada en Cornell viajó a Afganistán y combatió (como Bin Laden) con los muyahidines en la guerra ruso-afgana. Ha escrito miles de páginas de ficción y no ficción sobre la violencia y la pobreza y se dice que es uno de los más seguros futuros candidatos al Nobel. Europa central (Mondadori, 2007), Los pobres (Debate, 2011) e Historias del Arcoiris (Pálido fuego, 2013) son sus últimos libros traducidos al español.

vollmannWhores for Gloria (1991), Des putes pour Gloria en Francia, Puttane per Gloria en Italia y Para Gloria en España (por qué amputas putas, Muchnik) es la primera novela de su así llamada trilogía de la prostitución (le siguen Butterfly Stories  y The royal family).

Jimmy es un veterano de Vietnam que unos diez años después pulula por el Tenderloin de San Francisco buscando a Gloria, la mujer amada, la mujer ideal, no sabemos si amiguita de la infancia, primera novia o prostituta que le marcó. Como Gloria no está, Jimmy la busca en las putas de la calle, a quienes paga a veces por sexo y a veces para que le cuenten recuerdos tristes o felices de la infancia que Jimmy va asimilando a su propia versión de Gloria, dándole cuerpo a su pasado, buscándole la forma que pudiera tener. Así Gloria se convierte en una suma, o en una versión destilada y concreta de la generalidad «putas del Tenderloin de los años 80», y la novela acaba siendo un trabajo de campo: el autor incluye al final algunas conclusiones de carácter sociológico sobre las prostitutas de ese momento y lugar. Desde el principio lo advierte: esto es una ficción pero las historias de prostitutas que en ellas se cuentan son reales.

Jimmy recoge y ensambla retazos de Gloria (como un loco que recopila pruebas de la existencia de su deseo) para un día poder llegar a tocarla, para tenerla completa, para seguir vivo en los bajos fondos cargados de crack y sida y alcohol después de los años en el Mekong. Jimmy es un ser dañado pero inofensivo, un amnésico a quien no le importa el futuro: lo que quiere es un pasado, lo que busca y construye es la demostración de su propio pasado, un pasado del que ha de emerger Gloria como única prueba.

La novela está compuesta de capítulos cortos fraccionados en viñetas-secuencias que prescinden de las comas cuando intervienen los personajes. Así Vollmann atenúa los filtros, como si lo que estuviera mostrando es lo que quedó al rebobinar y pulsar play después de su walk on the wild side. Novela sucia y realista, informe sociológico, documental, secuela psiquiátrica postrauma, sección de clasificados del periódico local, Whores for Gloria tiene el sabor de una ópera prima de bajo presupuesto de, digamos, John McNaughton y me ha gustado mucho menos que Historias del Mariposa.

Butterfly Stories, William T. Vollmann

Butterfly Stories (1993) nos cuenta la vida del Mariposa, un bullied boy americano y un suicida en potencia, nombrado a medida que el tiempo de la narración avanza como el niño Mariposa, el muchacho que quería ser periodista, el periodista, el marido y el marido de Vanna, una puta camboyana de la que se enamora mientras escribe para Esquire o cualquier otra revista un reportaje forzosamente gonzo, aunque lo que hace en realidad es follarse en Bangkok o en Phnom Penh a toda puta que se le ponga por delante (la experiencia es un grado y el Mariposa adulto aspira a la sabiduría por la vía de la promiscuidad) pescando así cuanta enfermedad venérea existe, todo esto bajo el acecho de las minas antipersonas y los sicarios de Pol Pot o lo que quedó del régimen. Cual moderno Chrétien de Troyes lanza a su (anti)héroe a una cruzada en pos de su dama y le hace atravesar selvas de espinos para salir muerto o indemne al final. A diferencia de todos (solo Burroughs se le acerca y quizás Genet, en cierto sentido), Vollmann escribe como quien se mata. Sorprende que consiga oponer a todo el submundo narrado el candor y, por decirlo así, los férreos principios morales del protagonista, haciéndole arriesgar todo por esa fe que es su amor: su camino. Resplandece el perdedor.

Una de las mejores novelas que he leído en tiempo, una historia hermosa y sórdida cuyo subtítulo podría ser el amor en los tiempos de los jemeres rojos y que me llevará inevitablemente a leer cuanto pueda de William T. Vollmann (California 1959) porque a su lado los beat parecen una pandilla de pacatos, Henry Miller un vulgar pornógrafo y las putas tailandesas de Houellebecq meros maniquíes filmados por la BBC para consternación de amas de casa pequeñoburguesas.

butterfly stories

 

Esto no es una novela, David Markson

Posibles denominaciones genéricas para la obra en marcha del Escritor, citas no atribuidas, cómo murieron algunos de los artistas más influyentes de la cultura occidental y también las descalificaciones que se dedicaron unos a otros: Esto no es una novela. Todo en el estilo epigramático, conciso, ahorrador, de David Markson.

This is not a novel (2001) es la segunda obra de la tetralogía «The notecard quartet». La primera, Reader’s block (1996) también fue traducida al español por La bestia equilátera. La tercera, Punto de fuga, la tradujo la editorial mexicana Verdehalago y no sé quién se encargará de la cuarta, The last novel (2007), que fue de verdad lo último -novela o no- que Markson escribió. Curiosamente ninguna de las necrológicas que he leido especifican la causa concreta de su muerte a los 82; solo dicen que lo encontraron sin vida sus hijos en la cama. En los 70’s y 80’s Markson había escrito novelas policiales y después de su monumento a Lowry dio el salto experimental con Wittgenstein’s Mistress (1988), publicada por Dalkey Archive Press después de ser rechazada por 54 editoriales.

En realidad sabes dibujar tan bien… ¿Por qué te la pasas dibujando todas esas cosas raras?

Picasso: por eso

(…)

En realidad, el Escritor ha escrito algunas novelas relativamente tradicionales. ¿Por qué se dedica a hacer este tipo de cosas?

Por eso.

(…)

El Escritor está bastante tentado de dejar de escribir.

El Escritor está mortalmente aburrido de inventar historias.

Una novela sin ningún tipo de indicio de argumento.

Y sin personajes. Ninguno.

Que sin embargo induzca al lector a seguir pasando las páginas.

Sin acción, la quiere el Escritor.

Una novela sin escenario.

Ergo, finalmente, sin descripciones.

Una novela sin motivaciones centrales predominantes, quiere el Escritor.

Por lo tanto, asimismo, sin conflictos y/o confrontaciones.

¿Es esto una novela? Esto no es una novela será lo que el Escritor quiera que sea. Para que las cosas sean solo hay que nombrarlas. Pero la duda de Markson es más epistemológica que literaria o formal. Y es una duda no formulada: emana del argumento subterráneo del texto, de la superposición de sentidos. Si de clasificar el texto se trata, si de ponerle alguna etiqueta que sirva a la crítica se trata, el Escritor -el primero de los críticos- baraja la posibilidad de que su obra en marcha pueda considerarse:

  • «Una novela» (p. 30)
  • «Un poema épico» (p. 32)
  • «Una secuencia de cantos que esperan ser numerados»(p. 35)
  • «Una especie de mural» (p. 49)
  • «Una autobiografía» (p. 68)
  • «Un perpetuo montón de acertijos» (p. 86)
  • «Algún tipo de ópera polifónica» (p. 88)
  • «Una disquisición sobre sobre las enfermedades de la vida del arte» (p. 102)
  • «Una alternativa en prosa a La tierra baldía» (p. 119)
  • «Un tratado sobre la naturaleza del hombre» (p. 129)
  • «An assemblage [no lineal, discontinuo, en forma de collage]» (p. 147)
  • «Una variante contemporánea de El libro egipcio de los muertos]» (p. 167)
  • «Una fuga verbal» (p. 192)
  • «Una tragedia clásica» (p. 193)
  • «Una especie de comedia» (p. 208)
  • «Su propio Finnegans wake» (p. 209)
  • «Algo que no encaja en ninguna categoría» (p. 207)
  • «Nada más ni menos que una lectura» (p.213)
  • «Una lectura no convencional, por lo general melancólica, aunque a veces incluso juguetona» * (p.213)

O un compendio solapado y sintético de todo el patrimonio cultural de Occidente.

Pero todo esto (el nombre dado a la cosa, arbitrario como todo signo) no es más que una falsa refutación de su propio título y también una tautología. Además de dinamitar el concepto de novela tradicional, Markson resta toda importancia al asunto confrontándolo con la muerte. Porque This is not a novel es una novela sobre la muerte.

– ¿Sobre la muerte de la novela?

– No. Sobre la muerte de cada uno de nosotros. Sobre el fin.

Esta entristecedora suma de epitafios y certificados de defunción nos enfrenta con el hecho objetivo, nombrable, atribuible casi siempre a algún tipo de fallo orgánico, de nuestra muerte segura. Nuestra segura muerte será un dato, una cifra, un renglón (con suerte) sintácticamente correcto. ¿De qué morirá el Lector? ¿De una infección pulmonar, como Kierkegaard? ¿De Alzheimer, como Katherine Ann Porter? ¿Atragantado con una semilla, como Anacreonte? ¿De un ataque al corazón, como Orson Wells? ¿De esclerosis lateral amiotrófica, como Charles Mingus? ¿De neumonía, como Simone de Beauvoir? ¿De una infección intestinal, como César Vallejo? ¿De cáncer de próstata, como Marcel Duchamp? ¿De cirrosis hepática, como Rubén Darío? ¿De una infección renal tras años de consumir heroína, como Billie Holliday? ¿De cáncer de garganta, como Alejo Carpentier?

Una novela elíptica de la historia del arte. Una suma de datos con sentido no evidente, novela o no. Un libro que fomenta la hipocondría.

*La traducción es de  @LauraWittner para @labestiae

esto-no-es-una-novela

Limónov, de Emmanuel Carrère

«Sueño con una insurrección violenta. Nunca seré Nabokov, no correré nunca detrás de las mariposas por las praderas suizas, con piernas anglófonas y velludas. Que me den un millón y compraré armas y provocaré una sublevación en cualquier país». Esto dice Limónov en uno de sus libros, a principios de los 70.

No, nunca será Nabokov. Tampoco será Brodsky ni Solzhenitsyn, a quienes desprecia y vilipendia como el pueblerino rabioso que es.

Y es que, a la larga, Limónov prefiere las ametralladoras.

¿Quién es Limónov? Ante todo un personaje digno de una biografía de Carrère. Después un montón de cosas. Un proleta, un renegado, un escritor mediocre, un exiliado soviético, un megalómano. Un hijo del stalinismo. Un opositor de Putin. Un obrero ucraniano hasta 1963 y hasta 1974 superviviente underground en Moscú, poeta dudoso, sastre eventual, oportunista. Carrère tiene mucha fe en su personaje, qué duda cabe. Le teme un poco, toma distancia. Alrededor del centro que es Limónov, Carrère hace la historia de la URSS y su derrumbe. No es un neófito Carrère: su madre es hija de rusos blancos y reputada historiadora, burguesa parisina (Carrère se define a sí mismo como un bobo (bourgeois bohemian). Y de alguna manera consigue traspasar la delgada línea que separa al bodrio periodístico del prix des prix (2011); está claro que Limónov interesa en Francia (aquí no tanto pero de todas formas anagrama nos lo ha colado con éxito). Allí le publicaron sus novelas autobiográficas y crudas en los 80. Vivió en París toda esa década. En Nueva York fue un indeseable para los disidentes rusos, un beatnik fuera de órbita, un indigente, un escritor en los parques y el mayordomo de un multimillonario. Sus mujeres fueron esquizofrénicas, cocainómanas, alcohólicas autodestructivas y, finalmente, menores de edad.  Es capaz de beber un litro de vodka por hora desde los 14 años.  Zapói es el nombre ruso de una borrachera que dura días. Duró una semana cuando lo abandonó en Nueva York su segunda mujer, Elena Schapova.

Pero Carrère empieza por el final: desde el principio sabemos que Limónov es poco menos que un criminal de guerra. En los 90 le vemos entregado a la causa serbia en los Balcanes. Hay imágenes en las que se le ve departiendo con Karadžić y ametrallando Sarajevo.

«Si un artista no comprende a tiempo que ha de consagrarse a algo más elevado que él, como un partido o una religión, lo que le espera es un destino lastimoso lleno de borracheras, shows de televisión, pequeños chismorreos», escribe Limónov poco después de volver a Rusia para fundar el Partido Nacional Bolchevique (nacionalismo moderado, socialismo de línea dura y consignas neofascistas).

En efecto, Limónov es una antítesis de Nabokov.

Si en los años 80 cada novela de Limónov había vendido en Francia unos diez mil ejemplares como máximo (su editor había convertido con buen tino It’s me, Eddy, en Le poète russe préfère les grands nègres, en referencia a la sodomía interracial practicada en los parques para olvidarse de Elena, hechos narrados en crudo en su autobiografía neoyorkina y también, parcialmente, en el libro de Carrère), en la Rusia de Yeltsin se vendieron cientos de miles de ejemplares. Esto le granjeó cierta fama, una fama como de escritor terrorista. Primero cientos y luego miles de adolescentes provincianos con granos, estética gótica y nada que perder empezaron a seguirlo. Eran los nasbols, militantes del partido que había fundado Limónov y al que después se sumó como cabeza visible Kasparov. Activismo, provocación, cárcel, persecución putiniana y celebridad gracias a Carrère, que ha escrito un libro interesante pero sobrevalorado por la crítica. Su lectura ha tenido en mí los efectos opuestos a la biografía de Philip K. Dick (Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos) que escribió Carrère y que me condujo directamente a la lectura desaforada de sus novelas. Las de Limónov no leeré, no es necesario. Yo prefiero a Nabokov. De todas formas, y a la larga, no creo que la etiqueta de escritor pese más en su biografía que la de adversario de Putin. Un adversario de Putin que venera a Stalin, a Johnny Rotten y a Mishima y ha logrado (por ahora) esquivar el polonio 210.

Limónov escoltado por dos militantes de su partido, en 2004.

Limónov escoltado por dos militantes de su partido, en 2004.

Nymphomaniac vol.1

Más que la historia de una ninfómana contada por ella misma, Nymphomaniac vol. 1 es la potencialidad de una conversación, la posibilidad de cura de una enfermedad que no existe. Es lo hermoso y lo inesperado floreciendo de una confesión de culpa. Porque la ninfomanía no existe y Lars Von Trier lo sabe. Entonces va y elige a Stacy Martin como protagonista. Una colegiala flaca, con marcas de acné en la cara, modosa siempre en ropas y gestos. Stacy Martin (de nombre Joe en el film, además) es el corazón (y no sólo el corazón) de la película. Tampoco olviden, caballeros, activar la suspención de la incredulidad, que han apagado las luces y el mundo ahí fuera no existe. Relájense y disfruten. No se dejen engañar por los carteles promocionales. Eran sólo una pista falsa del perversito Lars, que nos regala, al fin, la menos dañina de sus películas. De Rompiendo las olas, del Anticristo y de Melancholia salí convulsionando. De esta salí de muy buen humor. Cualquiera de las anteriores es tal vez mejor que esta adolescente que es toda ternura hasta en sus decisiones más violentas. A la risotada sobre las convenciones sociales (Los idiotas), a la banalidad del mal (Dancer in the dark), al sacrificio (Rompiendo las olas), a la sosa caústica vertida sobre ese simulacro de pueblo americano que encarnaba teatralmente los límites de la crueldad humana cuando se organiza para vivir en sociedad (Dogville, Manderlay) ha seguido la búsqueda de redención. También aquí se insinúa este camino. Es de esperar que la segunda parte, que debe estrenarse este año, eche por tierra estas benignas impresiones de hoy. Algo me dice que una magullada (no sabemos aún que pasó) Charlotte Gainsbourg continuará narrando a su ecuánime complaciente interlocutor una deriva cada vez más oscura y más dolorosa de una adicción aún en primera fase.

Nymphomaniacstacynymphomaniac 2wiki: Nymphomaniac is the wild and poetic drama story of a woman’s erotic journey from birth to the age of 50 as told by the main character, the self-diagnosed nymphomaniac, Joe (Charlotte Gainsbourg). On a cold winter’s evening the old, charming bachelor, Seligman (Stellan Skarsgård), finds Joe beaten up in an alleyway. He brings her home to his flat where he tends to her wounds while asking her about her life. He listens intently as Joe over the next 8 chapters recounts the lusty story of her very much erotic life. The story is divided in 2 volumes and 8 chapters, Volume I follows Young Joe as portrayed by Stacy Martin and Volume II follows Joe as portrayed by Charlotte Gainsbourg.

Diarios, Iñaki Uriarte

No me han parecido gran cosa los diarios de Iñaki Uriarte. ¿Quién es Iñaki Uriarte? Un oscuro crítico literario de provincias, rentista, diletante y con apartamento en Benidorm. Una pequeña editorial de nombre simpático ha publicado dos tomos de sus diarios (1999-2004 y 2004-2007) y Vila-Matas y Muñoz Molina se han ocupado de la pirotecnia solapística-promocional. Vaya por Dios.

Un burgués de San Sebastián, razonablemente culto, que ha dejado el alcohol, lleva una vida tranquila con mujer y gato en un heredado «piso estupendo» de Bilbao. Va anotando sus opiniones al hilo de la actualidad, sus sospechas o certezas acerca de sus conocidos, sus anécdotas definitivamente insulsas sobre reuniones familiares o parientes recién nacidos. A mí eso me parece bien. Toda terapia ocupacional me parece bien. Hago caso de vuestras recomendaciones y reseñas entusiastas y compro el libro como quien le lanza una galleta a ese animalito estúpido que todos llevamos dentro llamado curiosidad.

Pero no me basta con una prosa pulida. No bastan las citas de Pascal, Montaigne, y Hobbes. No me sirve la supuesta intimidad del otro (lo que das a la imprenta es poca cosa y lo sabes. Te dejas adular por Muñoz Molina y tipos así y te dices qué diablos, por qué no. Mientras tanto te justificas diciendo que «esos archivos» están destinados a tus descendientes. Pero has cumplido los 60 y no tienes hijos).

El libro (segundo tomo) me entretiene los trayectos en metro. Los diarios de otro, si para algo sirven (no hablo ya de estúpida curiosidad) es para ser termómetro de nuestra propia (a)normalidad de bípedos pensantes, animalitos aborregados de extrañas costumbres. Para tomarle la temperatura, por así decirlo, a lo que es razonable y mainstream (regresa la dichosa palabra, envíenme un sinónimo) publicar bajo la etiqueta Diarios y luego mirarse dentro y echarle un pulso a nuestra nada, a una nadita que quiere sin embargo ponerse sus mejores galas para decirse hasta un límite, una nadita con pretensiones de loca y hábitos lingüísticos homicidas, porque si no para qué. No existen en nuestra tradición unos diarios íntimos que merezcan este nombre (los primeros diarios íntimos de escritores españoles fueron los de Azorín y los de Sawa y de íntimos tienen poco. Pero habría que definir de nuevo la intimidad). Los diarios de Uriarte son los diarios de un hombre anónimo, particular pero indistinto, un ciudadano que tiene algunas opiniones y un gato y que, alcohólico arrepentido, se sienta en bares de alcurnia a beber coca-colas leyendo El País Semanal.

Y a mí qué.

Destrucción de la mañana, J. M Fonollosa

Como nunca he visto una foto de Fonollosa me lo imagino con la cara de Eugenio. El responsable de esta suplantación es Albert Plà o en todo caso el productor del Supone Fonollosa, disco mítico de los 90 que me descubrió a ambos -a Albert Plà y a José María Fonollosa- y donde Eugenio recitaba el introito del disco, léase Puedo empezar. A Fonollosa lo veo con cara de Eugenio entrando o saliendo de hoteluchos con goteras y con muchachas desamparadas en los catres. Lo imagino doblando esquinas con abrigo largo y sucio, fumando tabaco negro, en días grises. El caso es que el otro día fui a la filmoteca a ver una película coreana y antes entré en la librería, una sucursal pequeña pero bien provista de La buena vida y quedaba un ejemplar de Destrucción de la mañana editada por la desaparecida DVD, y la compré. La película, por si a alguien le interesa, se titulaba Peppermint Candy, de Lee Chang-dong y era sobre un tipo que se suicida. Es decir, se suicida al comienzo de la película y después hay 127 minutos para explicar los motivos que le llevaron al suicidio mediante capítulos retrospectivos que cuentan la vida que el tipo llevó en los últimos veinte años, de tal manera que el espectador aplaude la iniciativa del protagonista y se dice que sí, que el cretino se merecía el suicidio o una bala perdida. La película no me entusiasmó (o se me hizo larga) pero era domingo y llovía y estaba Fonollosa también y una especie de existencialismo sucio (si existe el realismo sucio debe existir también el existencialismo sucio, son la misma cosa). Era, en resumen, un día perfecto para el suicidio. No para el mío, claro. Pero pensé en el suicidio como en algo incuestionable. Incuestionables sus razones, quiero decir. Con el tiempo una aprende a respetar ese tipo de decisión porque nadie se quita la vida por pereza o por vanidad. El protagonista de Peppermint Candy es un perdedor que ha matado por error y ha torturado queriendo y ha sido engañado, en general. Ha sido una víctima de sí mismo y de la historia reciente de su país. Decide que la vida no vale la pena y se arroja a las vías del tren al grito rabioso de «volveré». Volverá para vengarse de la vida cochina que tuvo, me digo. Pero ese me parece un mal motivo para volver. Decisión kármicamente nefasta la venganza o la ira. Volverá siendo un caniche en Corea del Norte, me digo. O lo que es peor, siendo un hombre en Corea del Norte. Me río. Pero juzgar si la vida vale o no la pena es la cuestión fundamental de la filosofía, dice Camus al principio de El mito de Sísifo. El resto, si el mundo tiene tres dimensiones, si las categorías del espíritu son nueve o doce, viene después. Se trata de juegos; primero hay que responder (…) Si me pregunto por qué juzgo tal cuestión más urgente que la otra, respondo que por las acciones a las que compromete. Nunca he visto a nadie morir por el argumento ontológico. Y del suicida coreano vengativo regreso a Fonollosa, que murió solo y de un infarto en su piso de Barcelona en 1991, rodeado de discos de jazz y de libros y de mugre, con un poema escrito a lápiz sobre la mesa, poema leído después por Robe Iniesta para cerrar el Supone y que dice así: No a la transmigración en otra especie, no a post vida, ni en cielo ni en infierno, no a que me absorba cualquier divinidad… Rechaza otro existir, tras consumida mi ración de este guiso indigerible. Otra vez, no. Una vez ya es demasiado. Y pienso que después de todo y a pesar de todo ese existencialismo sucio, de todo ese nihilismo impregnado de sobras y de humo, tipos como Fonollosa decidieron vivir y cargar con todo eso y hacer su obra. Es la obra lo que perdura. La vida sólo me ha servido para la obra. Siempre he tenido el deseo de inmortalidad y me parece que la conseguiré. Quiero dejar una muestra de que yo también he estado aquí. Esto lo dijo Fonollosa en la presentación de Ciudad del hombre: New York, un año antes de su muerte, en una cafetería anodina. Se negó a la sesión fotográfica. La certeza triunfal aunque esquemática de estas palabras choca contra todo su corpus poético, son pura paradoja pero también un reconocimiento íntimo de la vida. La vida sólo me ha servido para la obra. Quien escribe para dar fe del fracaso vital, de lo absurda y cochina que es la vida, tiene, al fin, tamaña esperanza: ser inmortal.

1. Y de pronto una voz, mirada, un gesto
tropieza con mi idea de mí mismo
y veo aparecer en el espejo
a un ser inesperado, insospechado,
que me mira con ojos que son míos.

Ese desconocido que soy yo.
Ese al que los demás se dirigían
al dirigirse a mí, sin yo saberlo.
Ese irreconocible ser inmóvil
que inspecciona mis rasgos hoscamente.

En vano apremio al otro, el verdadero,
a aquel que unos segundos antes yo era.
Sólo está frente a mí, con ceño adusto,
ese desconocido inesperado
que me mira con ojos que son míos.

13. Salgo a la calle. Dudo hacia cuál lado
dirigirme. Da igual un sitio que otro.
Todas las direcciones se bifurcan
en incomodidad o aburrimiento.

De la alta oscuridad baja la lluvia
tropezando en las ráfagas del aire
y se agarra al cabello, manos, traje…

Es bueno caminar en la llovizna.
Es bueno andar despacio bajo el agua.
Sin rumbo uno asimismo, lluvia y viento,
como agua y soplo, nada, por la calle.

14. Los nudillos golpean los cristales
de un bar en una esquina. Hasta mí arriba
mi nombre que me busca entre la lluvia.

Es grato oír el nombre que uno lleva.

Es grato descubrir que uno aún importa.
Que importa a sus amigos que le llaman
cuando pasa uno andando por la calle.

40. Subo las escaleras de mi casa
despacio, descontento, taciturno.
Tan sólo un pensamiento me conforta:

Las casas están llenas de frustrados.
De seres, como yo, sin aptitudes
para ser singulares en enjambres
pese a aspirar brillara su luz propia.

Y poco a poco fueron acogiéndose
a un amor, profesión, final destino
que no era el que anhelaran. Y están solos.

41. Entro en mi habitación. Entramos ambos
mutuamente, eludiéndonos, sombríos.
Está cansado. Noto su cansancio.
Antes no me cansaba con mi cuerpo.

Le miro en el espejo. Está en silencio.
Abatido. Presume su derrota.
Pesaroso. Le escupo varias veces.
Tal vez me compadece y le doy lástima.

Acaso me comprende y me disculpa.
Quizás él también sufre al conocerse
indeseado en mí y juzga que es inútil
pretender que tolere su presencia.

Le aborrezco, es verdad. Y mi desprecio
se extiende por su rostro palidísimo
como áspera maleza por el monte.
Y golpeo el cristal que me lo muestra.

Hasta que le hago huir de mi mirada
sangrándole las manos. ¿O son mías,
por el dolor que corre entre los dedos
y vocifera alertas a mi mente?

Pero está ahí, en el suelo. En mil lugares
se distingue su faz atribulada
que me observa. Y transforma su expresión
en la actitud absorta que era mía.

Cierran el volumen tres cartas en que el autor explica sus intenciones poéticas a tres corresponsales. Fonollosa comenzó a escribir Destrucción de la mañana en Cuba en 1955 (vivió allí una década) y luego lo retomó en 1987 en Barcelona. Menciona el trabajo de decantación, la búsqueda del ascetismo del lenguaje, un despojamiento que se parezca a la crisis emocional del antihéroe. Aun suponiendo que Fonollosa y su antihéroe se parecen (el doble y el poeta durante todo el libro se persiguen, comparten la misma sombra el flâneur y el otro) hay un gramo de placer en dejar constancia de la sangre corriendo, de la desidia, del fracaso, de lo inútil de todo. Porque la destrucción es su contrario. Escupirle al espejo donde uno se mira es el gesto que decide, aunque el razonamiento sea absurdo, que vale la pena vivir.

Más poemas de F.

La muerte y Lernet-Holenia

Para Alexander Lernet-Holenia vida y muerte no difieren demasiado y el sueño linda con ambas, es un estado intermedio parecido a un carnaval de sombras, una mascarada, un espejismo de húsares y dragones que beben y danzan, el abrevadero de la psique tras una herida casi fatal. En esta triple frontera demarcada por el campo de batalla sucede una de sus novelas más famosas, El Barón Bagge (Siruela, 1990, reeditada en 2006), nouvelle fantástica en todas las acepciones del término y editada por primera vez en 1936, cuyo argumento no esbozaré para no restarle ni una brizna de sorpresa o de deleite al futuro lector. Sí me atrevería a pergeñar para El conde luna (Siruela 1993), aunque fracasaré en el intento, una solapa alternativa que cuidadosamente eludiera el saldo de cadáveres y la naturaleza de la persecución que día y noche asedia a Jessiersky, protagonista -por no decir antihéroe- de esta historia detectivesca y fantasmal.

Un barón (Bagge) y dos condes (Luna y Siruela) son demasiada aristocracia para este comienzo. Se dice que el propio Lernet-Holenia (1897-1976) era hijo ilegítimo de un archiduque de la casa de Habsburgo que fue adoptado por la acaudalada familia materna. Combatió en la Primera Guerra Mundial y dejó las armas por las letras. Publicó sus primeros poemas bajo el auspicio de Rilke, admiró profundamente a Hofmannsthal, fue amigo de Zweig, de Perutz, de Horváth. En 1926 recibió el premio Kleist por su obra dramática. Además de las dos mencionadas, otras novelas suyas traducidas al español son El estandarte, Yo fui Jack Mortimer, El conde de Saint Germain, El joven Moncada y Marte en Aries, estas dos últimas editadas por Minúscula. En las fotos de juventud le vemos fumando con una  boquilla larga sostenida por dedos igualmente largos y un semblante distinguido y melancólico. Este retrato de madurez resulta más inquietante.

alexander lernet-holenia

El protagonista de El Conde Luna es Alexander Jessiersky, un individuo de dudosa catadura, hijo, nieto y biznieto de advenedizos rusos y polacos que fueron desplazándose hacia el oeste hasta instalarse, gracias a sucesivas fortunas aportadas por sus cónyuges, en el  corazón mismo del Imperio. Los destinos de Jessiersky y de Luna se cruzan en la Viena de 1940 a través de un conflicto comercial. El damnificado de toda esta historia será el enigmático conde Luna, acusado de monárquico y castigado en consecuencia por el Tercer Reich.

Los estudios genealógicos encantan a Lernet-Holenia. De ambos protagonistas, de Jessiersky y de Luna, persigue los ancestros el narrador y lo hace con la fe de quien está seguro de que este rastro conduce a alguna verdad inapelable. «Así como él creía poder explicar su carácter deduciéndolo del carácter de sus antecesores, los Jessiersky, así quería descubrir la esencia de Luna a través de todos los Luna, para saber a qué atenerse y defenderse mejor de sus ataques». Porque ¿quién es el conde Luna? Una metáfora de la decadencia de los imperios y una representación de la manía persecutoria de su antagonista.

También los señoríos de la muerte fascinan a Lernet-Holenia. El conde Luna comienza con Jessiersky adentrándose en las catacumbas romanas de la Via Appia (el título original de la novela es Die Katakomben, 1955). Toda la acción posterior narrará cómo y porqué y asediado por qué demonios llega el hombre hasta Roma y a través de qué conductos, bajo qué forma del sueño, regresa a las fincas heladas de sus antepasados.

Juan Luis Panero: Sin rumbo cierto

En El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) Juan Luis Panero (1942-2013) interpretaba el papel del snob decadente, treintañero atildado y cosmopolita, fetichista que está de vuelta, hermano mayor distante y airado que nunca salió en plano con Leopoldo María, su trastornado hermano menor, mejor poeta que él. Ya había escrito un par de libros de poemas (A través del tiempo, 1968 y Los trucos de la muerte, 1975), había antologado a su padre, había bebido ríos de whisky escocés, se había fumado dos bibliotecas, había vivido en Londres, Nueva York y México y se había casado y divorciado de Marina Domecq. Había tenido que vender cuanto cuadro o libro heredase de su abuela materna o de su padre para sufragarse los viajes y en general fue viviendo de sus varios trabajos editoriales en Selecciones del Reader’s Digest o en el Círculo de Lectores. Compartió coversaciones y licores con escritores y poetas de ambas orillas (Rulfo, Mutis, Octavio Paz, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Gastón Baquero) hasta que a finales de los 70 se instaló en el pueblito catalán donde murió hace unos días. Siguió escribiendo poesía, colaborando como articulista en diversos medios, ganando algún premio (Loewe, Ciutat de Barcelona) y sobreviviendo al cáncer de boca que le diagnosticaron con 56 años.

juanluispanero

Fernando Valls, instigador de Sin rumbo cierto, cuenta en el epílogo cómo surgió el libro. A Panero se le había reproducido el cáncer en 1995. Su proyecto de escribir unas «memorias literarias viajeras» había quedado varado en la playa de la enfermedad y su consecuente desánimo. Valls llamó a Beatriz de Moura, de Tusquets, para ver qué le parecía la idea de una memorias de Juan Luis y para que fuera ella quien se lo propuesiera. A ella le entusiasmó la idea. Quería además que las presentarse al premio Comillas organizado por la editorial. Hay que añadir que hacía poco Ricardo Franco había filmado la infame segunda parte de El desencanto, una cosa de pésimo gusto titulada Después de tantos años a la que Juan Luis se prestó porque pagaban bien (también le pagaron bien Chávarri y Querejeta por su papel de paranoico decadente en El desencanto, todo sea dicho). Era el momento perfecto para algo más de carnaza paneriana justo cuando parecía que el primogénito estaba en las últimas.

Sin rumbo cierto (2000) memorias dictadas  -o más bien monologadas- decepciona por su levedad, por su prisa para llegar a tiempo al premio Comillas (que le fue concedido, qué duda cabe). Panero recorre su vida enumerando viajes, encuentros y anécdotas sin tiempo para meandros ni reflexiones de ningún tipo. Esto convierte el libro en una suma, en poco más que una cronología pautada por el apremio de su inmediata exhibición. Comienza con su primer viaje a Londres en 1946, donde su padre el poeta Leopoldo Panero era embajador cultural de Franco. Allí iba a visitarlos T.S Eliot, con su traje gris oscuro y su copita de jerez, agusto en la penumbra. El libro empieza bien pero cualquier ilusión de profundidad se disipa a las pocas páginas. El tono generalmente cínico y ácido de Panero tiene su gracia. Apenas se refiere a sus hermanos y cuando lo hace es desde el rencor y el absoluto desapego: Michi destrozó el piso de su madre de la calle Ibiza junto a su «última y borrachísima mujer». Con 17 años Leopoldo María compró y leyó las obras completas de Lenin a 40 grados durante un viaje por el Mediterráneo «y así se quedó».

El libro incluye algunos de sus poemas -experiencias versificadas, construídos en torno a un recuerdo- bastante literales y autobiográficos, lejos del malditismo de su hermano menor y de los novísimos de Castellet. Habla de la influencia decisiva que tuvieron en él Cernuda, Cavafis y, en otro sentido, Camus. Su encuentro con Borges, con Bioy, con Barral. Todo contado a vista de pájaro, sin tiempo y sin ninguna profundidad. Dice Juan Luis muy poco de sí mismo y por eso el libro resulta decepcionante. Su crónica es la de un vividor culto pero negligente y, finalmente, superficial. Cuánto más interesante hubiera sido, por ejemplo, el análisis de la deriva psiquiátrica de la familia a la sombra del padre castrador. Pero el libro es más un catálogo irrelevante de vivencias que el ejercicio espeleológico, bergsoniano, que unas memorias sugieren. Lástima.

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El afinador de habitaciones

El extraño crepúsculo en que queda prendido El afinador de habitaciones días, semanas después de leerla tal vez tenga que ver con los bordes difusos de todos los personajes que la pueblan (un delincuente llamado draque, una abuela con un pasado vienés, unas muchachas encerradas en un reformatorio religioso, una madre muerta que se aparece, un protagonista que se desvanece, una yonqui en un armario y el mar (otro borde), y el hachís, y el coñac, alusiones a la alta cultura, el tránsito de la adolescencia a la adultez con su carga de desengaño y búsqueda y soledad, y pienso que ese crepúsculo extraño en el que flota el afinador de habitaciones se parece mucho al lugar en que mi memoria guarda El gran Meaulnes, la gran novela sobre la amistad, el amor y el dolor, first cut is the deepest, de Alain Fournier, muerto a los 27 años, como Georg Trakl, como las estrellas del rock. El afinador de habitaciones, de Celso Castro, es una novelita de poco más de cien páginas que viene precedida de un relato (la cuervo), no se sabe bien si para engrosar un poco el exiguo volumen o para adelantarle al lector la voz del narrador, un narrador preliterario, como dice castro en esta entrevista pero igualmente coloquial y afinadísimo, un prefacio rural a  la novela y que arrastra también en su núcleo una historia de fantasmas.  Se ha hablado tanto y tan bien de este libro que había decidido no decir yo nada de él aquí. Pero la noticia del cierre y liquidación de Libros del Silencio se hizo pública unos días después de acabar de leer el afinador, así que dejo aquí estas líneas a modo de pequeño recordatorio.

El principio de la novela aquí

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Los tres estigmas de Palmer Eldritch

En uno de los futuros imaginados por Philip K. Dick todo el que puede permitírselo se somete a una cosa llamada terapia evolutiva. Es necesaria para afrontar el recalentamiento de la Tierra: la piel quitinosa y el metabolismo alterado proporcionan una mejor ventilación. Puede alcanzarse también la capacidad precognitiva, muy útil para prever las tendencias empresariales y adivinar los planes del enemigo. En este futuro la ONU controla la colonización de algunos rincones del sistema solar. Los colonos de Marte viven en refugios sometidos a todo tipo de inclemencias: un polvo tenaz que lo cubre todo, chacales telepáticos y organismos autóctonos que muerden o chupan. Pronto les vence la apatía. Para evadirse de esa realidad inhóspita y remedar la nostalgia de la vida terráquea recurren a drogas de traslación. La masticación de un comprimido de Can-Di los transporta al mundo adolescente y despreocupado de la muñeca Perky Pat. Pero el misterioso magnate Palmer Eldritch lanza al mercado el Chew-Zi con el siguiente señuelo: «Dios promete la vida eterna, nosotros la proporcionamos». El consumo colectivo de drogas es análogo al ágape de los cristianos primitivos. El rito repetido en comunión depara a los fieles un buen rato de alienación total, la incursión en un mundo alternativo mejor. Pero el Chew-Zi es impotente contra el pasado. Quien bajo sus efectos intente cambiar los hechos que ya sucedieron encontrará que es imposible reconstruirlos a voluntad. El camino al infierno está pavimentado de juicios a posteriori, dice Barney Mayerson, nuestro antihéroe de hoy. Así debe ser el infierno: implacable y repetitivo. La capacidad de modificar el pasado fue (después de la invisibilidad) nuestro superpoder favorito. De qué nos sirven las drogas, los mundos paralelos, la vida eterna y las sucesivas reencarnaciones si nuestro único deseo es volver al pasado y remediar un error, tomar otro camino. ¿Qué sustancia, qué demiurgo nos concederá ese deseo? ¿A qué precio? ¿En qué realidad?

El hombre en el castillo

Alemania y Japón han ganado la guerra. Europa, África y el este de los Estados Unidos hasta las Rocosas pertenecen al Reich. Asia, las islas del Pacífico, Sudamérica y la Costa Oeste de Estados Unidos está controlada por los japoneses. Los alemanes han dominado la carrera espacial: los cohetes de Lufthansa ya llegan a Marte y a Venus. Han secado el Mediterráneo para dedicarlo a la agricultura y han convertido a media África en pastillas de jabón o en algo peor; el narrador evita dar demasiados detalles sobre este punto.

Los japoneses ejercen sobre los americanos un yugo menos rígido. Estamos en San Francisco, aproximadamente en 1960. La novela comienza en Artesanías Americanas, la tienda de Robert Childan, americano. Alemanes y japoneses coleccionan antiguos artículos yanquis: mecedoras, armas, objetos labrados y en general toda bagaleta made in USA antes de la segunda guerra mundial. Es un negocio próspero. El señor Tagomi, alto funcionario de Japón en San Francisco, está buscando un regalo para agasajar a un empleado del Reich, el señor Baynes, que está por llegar en misión comercial. Por medio del atribulado señor Childan consigue para Mr. Baynes un reloj de pulsera de Mickey Mouse de 1938. Es un regalo perfecto. Sólo quedan diez ejemplares en el mundo.

Mientras tanto, Frank Frink, que trabajaba fabricando artículos americanos de imitación, ha sido despedido tras el descubrimiento por parte de los comerciantes de un falso Colt 44 de la guerra de secesión vendido como auténtico. Con otro empleado del taller monta un pequeño negocio de joyas contemporáneas que ellos mismos diseñan y funden. El señor Kasoura, cliente de Childan, descubre que estas piezas -brazaletes, pendientes, alfileres- carecen de wabi pero tienen wu: transmiten satisfacción. Podrían -sugiere Kasoura- venderse como amuletos entre las poblaciones incultas de oriente y Sudamérica. Childan tiene en sus manos un gran negocio y también un dilema moral: ¿traicionar el auténtico e incipiente arte norteamericano? Frink, que le ha añadido a su apellido una r para disimular su origen judío, acaba de separarse de Juliana, una bella entrenadora de judo. Ella ha encontrado en su camino a un camionero italiano -exsoldado fascista- con el que se dirige a Denver a pasar unos cuantos días de diversión. También planean visitar al misterioso escritor Hawthorne Abdensen.

En la zona japonesa, ante cualquier incertidumbre inmediata todos consultan el I Ching, El libro de los cambios, el oráculo chino de más de cinco mil años de antigüedad. Además del I Ching rueda de mano en mano otro libro, una novela: La langosta se ha posado, de Hawthorne Abdensen, que vive en un castillo en Wyoming rodeado de fuertes medidas de seguridad. En ella Abdensen narra -ucronía dentro de la ucronía, el juego de los espejos siempre imantó a Dick- cómo sería el mundo si las potencias del Eje no hubieran ganado la guerra. Juliana y su amante italiano, Childan y sus clientes japoneses e incluso los oficiales del Reich leen La langosta con reverencia y temblor. La imaginación y la exactitud con la que Abdensen narra otra historia posible en la que los nazis perdieron la guerra es prodigiosa y sobrecoge a los germanos, que lamentan que los japoneses no prohibieran su publicación en su zona de influencia.

The man in the high castle (1962) le granjeó a Philip K. Dick el respeto del público y aún hoy es considerada una de sus novelas más importantes. Obtuvo con ella el premio Hugo, galardón que ha recaído después en autores como Frank Herbert (Dune), Isaac Asimov (Los propios dioses) o más recientemente en China Miéville (La ciudad y la ciudad). Por primera vez en su carrera como escritor no imagina un futuro hipotético, sino un pasado diferente. El I Ching fue fundamental para la composición de El hombre en el castillo. Jung fue uno de sus más famosos adeptos. John Cage lo utilizó para derivar las progresiones de su acordes. Algunos físicos lo usaron para determinar el comportamiento de las partículas subatómicas. Dick reconoce su influencia al principio de la novela. Usa la versión de Richard Wilhelm traducida al inglés en 1950 por Cary F. Baynes, apellido que Dick le da a un personaje que no es quien parece ser. Mundos paralelos, amenazas de destrucción, espionaje, neurosis y filosofía Zen componen la substancia de un texto cuyos giros argumentales decide Dick/Abdensen a golpe de hexagrama. Todo puede ser lo que realmente es y también su contrario. Todo aquí posee (gracias únicamente al lenguaje) una forma inquietante de familiaridad.

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Upstream color

Vi Upstream color (2013) y no sé qué pensar. Tal vez se me ocurra algo antes de llegar al fin del segundo párrafo. Shane Carruth escribe, dirige y compone la banda sonora. También protagoniza la película junto a Amy Seimetz. Probablemente también cría cerdos. Carruth debutó en 2004 con Primer, otra película de ciencia ficcion. Me enfrento a Upstream color sin saber que se trata de ciencia o de ficción. Sin saber absolutamente nada: una recomendación lateral, su premio especial del jurado en Sundance. El principio recuerda un poco a Invasion of the Body Snatcher, a Shivers de Cronenberg e incluso a E.T.

Un hombre extrae unos pequeños gusanos de unas plantas. Estos gusanos son valiosos. Mezclados con agua otorgan cierto poder. Unos niños beben el mejunje como si de un ritual iniciático se tratase y ya estamos dentro. Hay un dealer que vende los gusanos encapsulados en una esquina de la ciudad y lo que sucede en los veinte minutos siguientes me lleva a pensar que se trata de un metafórico alegato antidrogas evangélico y malickiano. Pero todo es mucho más complicado. En cualquier caso el cuidado de cada plano nos recuerda al esteticista Terrence. Exquisitez en cada foto. Carruth es matemático y sospechamos que el montaje, que desintegra la narración, esconde un juego. Pienso en un cubo de Rubik que el espectador tiene que solucionar.

Imaginemos que un microbiólogo sembró hace tiempo unos aminoácidos en el planeta y ahora esté contemplando la deriva de su experimento. Hoy usted se cree con control de su propia vida pero en el fondo está ligeramente insatisfecho y desorientado. Usted tiene memoria, pero se trata de una memoria caprichosa, selectiva. Se mueve por el mundo guiado por la intuición y las emociones y un equívoco sentido del deber y de la subsistencia. ¿Cuáles son sus certezas? ¿Se cree usted único e irrepetible? ¿De qué huye y por qué? Traza con frecuencia itinerarios idénticos y acaba siempre en el mismo lugar. Busca refugio y afinidad con sus semejantes. Pisa las flores y se come los cerdos. ¿Podría ser de otra manera? De repente la ciencia ficción se parece demasiado a la vida.

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Un demiurgo-cirujano ha inoculado a Jeff y a Kriss -y no sabemos a cuántos más- un gusano que los ha deteriorado físicamente y los ha abandonado desconcertados en el mundo. Ha dejado en sus cuerpos el rastro de un cáncer curado. Jeff y Kriss se conocen en un vagón de tren, descubren que comparten ciertos recuerdos,  a los dos los han despedido en el trabajo y han comenzado una nueva vida, una vida extrañamente outsider. El demiurgo cría cerdos a los que también ha inoculado los parásitos que durante un tiempo vivieron en ellos. De cierta manera telepática u orgánica o sensorial, Jeff y Kriss pueden sentir lo que siente su cerdo respectivo, su porcino doppelgänger. El sufrimiento de los cerdos es su sufrimiento.

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Walden es una clave de la película. Los elegidos están condenados a no olvidar el libro de Thoreau, como si se les hubiese incorporado a su código genético. Lo interpreto como recompensa o contrapartida del despojamiento o la enfermedad, como llave que les permite retornar a su propia aunque alterada naturaleza.

Mi vida ha sido el poema que habría escrito

pero no podía vivirlo y pronunciarlo

Estos versos de Thoreau, la distancia entre los hechos y las palabras, nos instan tal vez a cuidar el tiempo de la vida. ¿Cómo hay que vivir? ¿Somos espectadores competentes de nuestra propia vida? Decía Thoreau:

Sólo me conozco a mí mismo como una entidad humana, la escena, por así decirlo, de pensamientos y afectos, y soy consciente de cierta duplicidad por la que permanezco tan lejos de mí mismo como de otros. Por intensa que sea mi experiencia, soy consciente de la presencia y de la crítica de una parte de mi ser, la cual, digámoslo así, no es parte de mí, sino un espectador que no comparte la experiencia pero toma nota de ella, y que no es más yo que tú. Cuando acaba la obra, que acaso es la tragedia de la vida, el espectador sigue su camino.

Ante una gran película, todo espectador debería ser consciente de haber perdido algo.

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Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos/ Ubik

En el Moratorio de los Amados Hermanos yacen los semivivos hasta que el residuo de actividad cerebral se agota para siempre.

Un día, en una revista, había leído un artículo sobre la criogenia que consiste en conservar a los muertos congelados, en lugar de enterrarlos, hasta el día en que la ciencia sea capaz de devolverlos a la vida. Walt Disney, según parece, contaba con ella para hacerse inmortal. También era posible hacerse congelar poco antes de que acaeciera la muerte clínica, de manera que se pudiera conservar una mínima actividad encefálica, cosa que evidentemente aumentaba las posibilidades de despertar algún día. Sentado frente a su máquina de escribir  paralizada, de espaldas al monstruoso archivador que contenía sus tesoros, Dick imaginó, sobre la pantalla negra del monitor ubicado en la cabecera de un cuerpo congelado, el centelleo silencioso del electroencefalograma: casi plano, pero no del todo. ¿Qué podía corresponder a esas vibraciones apenas perceptibles, en el cerebro de una persona conservada en semivida? ¿Eran sueños, fragmentos de pensamiento, imágenes que vagaban a la deriva en la oscuridad? ¿Un residuo de conciencia? ¿Algo que persistía, confusamente, en percibirse como un «yo» y en representarse un espacio, un tiempo, límites, la propia condición? Quizá, en el fondo de ese coma, alguien o algo que había sido alguien se veía bajo la forma arbitraria de un autor de ciencia ficción con el cerebro derretido (…)

Así narra Enmanuel Carrère en Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos – heterodoxa y divertidísima biografía de Philip K. Dick, traducida magistralmente por Marcelo Tombetta para Minotauro-  la chispa que enciende la concepción de Ubik (1969), la más grande novela de Dick según Lem. Menos comedido, su editor francés le aseguró a Dick que Ubik era una de las cinco mejores novelas jamás escritas. Espera un momento¿te refieres a las cinco mejores novelas de ciencia ficción? -quiso matizar  Dick. No -repuso el editor-. Me refiero a las cinco mejores novelas de la humanidad. Desgraciadamente no sabemos cuales son las otras cuatro que integran la flamante y subjetiva pentagonía, aunque intuimos que formaban también parte  de su catálogo. Por su parte, Lem resume así la trama de la novela en su famoso artículo «Philip K. Dick, un visionario entre charlatanes«:

El dominio de los fenómenos telepáticos en el contexto de la sociedad capitalista ha hecho que estos se comercialicen, al igual que cualquier otra innovación tecnológica. Así, los hombres de negocios contratan telépatas para robar secretos comerciales a la competencia, y ésta, por su parte, se defiende con la ayuda de «inerciales», personas cuyas psiques anulan el «psicocampo» que hace posible captar los pensamientos ajenos. La especialización ha hecho que surjan empresas dedicadas a alquilar, por horas, los servicios de telépatas e inerciales, y el magnate Glen Runciter es propietario de una de estas compañías. La medicina sabe ya como impedir la agonía de las víctimas de enfermedades mortales, pero aún no tiene medios para curarlas. Por tanto, a esas personas se las mantiene en un estado de «semivida» en instituciones especiales, los «moratorios» («lugares de aplazamiento» de la muerte, obviamente). Si se limitaran a poner a los inconscientes en sus ataúdes de hielo, sus allegados no recibirían mucho consuelo, así que se ha desarrollado una técnica para mantener la vida mental de esas personas. El mundo que experimentan no es parte de la realidad, sino una ficción creada con los métodos apropiados. De todos modos las personas normales pueden contactar con las congeladas, porque el aparato de sueño frío dispone, en este lado, de los medios necesarios, algo semejante a un teléfono.

Telépatas y precos son una especie de hackers del cerebro humano. Runciter y Asociados  preservan la intimidad de la gente y los secretos de las empresas.

El pesimismo paranoide de Dick en relación al crecimiento de los niveles de entropía le había hecho ubicar la trama de la novela en 1992, lo que provoca cierta hilaridad en el lector actual. Eso y la vestimenta de tweed, bombachos de lamé dorado, pantalones de falsa vicuña y gorras rematadas en hélice con que atavía a los personajes. Pero el atrezzo era lo que solía imaginar en primer lugar en el momento de componer una novela. Había determinado también que un apellido polisílabo revelaba la identidad de un hombre de éxito (Runciter) mientras que los nombres de pila y los apellidos monosílabos correspondían a pobres diablos depresivos de bolsillos agujereados (Joe Chip).

Este no es Phil K. Dick

Este no es Phil K. Dick

La acción de Ubik comienza cuando Runciter, Chip y un grupo de once inerciales a sueldo viajan para neutralizar el campo psiónico de un asentamiento lunar. Apenas en la superficie de Luna -lugar desconfiable para quienes viven en la Tierra, tendrían que haberlo tenido en cuenta- Runciter y los suyos son víctima de un atentado terrorista. El villano Stanton Mick les ha tendido una emboscada. La explosión (consistente en una reacción nuclear micrónica, como más tarde deducen) acaba con Runciter, que es trasladado al Moratorio de los Amados Hermanos de Zurich, donde nada pueden hacer por conservarle con semivida. El ambiente se ha enrarecido. El aturdido comando ha regresado a la Tierra y los rodea un halo de descomposición. Los cigarros se convierten en polvo con solo tocarlos, el café y la leche están rancios, las monedas que hacen funcionar los aparatos no son de curso legal, una de las anti-psi de Runciter se ha convertido en una momia en el transcurso de una noche y un cansancio mortal se abate sobre los inerciales que se apartan del grupo. ¿Qué está sucediendo?

Joe Chip mira el informativo. Tras la noticia de la muerte a traición del magnate Runciter  aparece  un anuncio publicitario. Un ama de casa de mandíbula equina recomienda Ubik, aerosol que evita el halo de vejez y descomposisión que hace presa en las cosas y en la gente. Una rociada con Ubik revierte el proceso de deterioro, dotando a la comida y a los electrodomésticos de un viso moderno y normal. A esta altura de la novela, superado con creces su ecuador, Ubik es un producto enigmático pero familiar para el lector, pues cada capítulo comienza con un epígrafe publicitario que alaba las virtudes del versátil spray en estos términos:

Tomado de acuerdo con las instrucciones, Ubik le deparará un sueño ininterrumpido y un despertar libre de molestias. Con Ubik usted se levantará fresco como una rosa y dispuesto a enfrentarse a esos pequeños problemas que le preocupan cada día. No exceda la dosis aconsejada.

Esto no es Ubik

Esto no es Ubik

Ubik sirve para todo: contra el insomnio, para conseguir un afeitado apurado y sin escozor, para lucir un espléndido cabello, para las digestiones pesadas, para ahuyentar el mal olor corporal, para el dolor de cabeza. Pero de repente la mujer de mandíbula equina desaparece y es Runciter quien irrumpe en la pantalla ante el rostro atónito de Chip.

Lleva algún tiempo tratando de mostrarse ante su hombre de confianza. También mediante graffitis de esta laya en los retretes:

DE CAGAR Y JODER YO NO ME PRIVO, OS DICE A LOS MUERTOS EL QUE ESTÁ VIVO.

¿Están todos muertos menos Runciter? ¿Es la semivida un limbo tan real como la vida? ¿Es la semivida más real que la vida? ¿Hay depredadores psíquicos en la semivida que se comen la actividad encefálica de los demás haciendo que caigan en la muerte definitiva?

Dick escribió el final de Ubik sumido en el pánico. Mediante una paradoja bastante cruel, el aerosol Ubik, el único remedio eficaz contra la entropía, está sometida a ella; sus efectos son obsoletos. El depredador psíquico Jory, ingresado siendo niño en el Moratorio de los Amados Hermanos, ha logrado recrear un mundo paralelo con el aspecto que las cosas debían tener en 1939 y Ubik, el aerosol que puede detener la regresión, retrocede hasta el estadio de un inocuo ungüento para dolencias renales o para el dolor de cabeza.

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Yo soy Ubik. Antes de que el universo existiera yo existía. Yo hice los soles y los mundos. Yo creé las vidas y los espacios en que habitan. Yo las cambio de lugar a mi antojo. Van donde yo dispongo y hacen lo que yo les ordeno. Yo soy el verbo, y mi nombre no puede ser pronunciado. Es el nombre que nadie conoce. Me llaman Ubik, pero Ubik no es mi nombre. Yo soy. Yo seré siempre.

Así comienza el último capítulo, a imitación del prólogo de San Juan y del Tao Te Ching.

Se amontonan las hipótesis metafísicas, las exégesis platónicas y los giros argumentales que hacen nacer en el lector incógnitas irresolubles.

Dice Lem: ¿Qué es Ubik? Es un símbolo, pero, ¿un símbolo de qué? No es fácil responder a esta pregunta (…) es una expresión de nostalgia por un reino ideal perdido de orden imperturbado, pero también una expresión de ironía, ya que esta «invención» no se puede tomar demasiado en serio, por supuesto. Más aún, Ubik desempeña en la novela el papel de «micromodelo interno», ya que contiene, in nuce, todo el abanico de problemas específicos del libro, aquellos de la lucha del hombre contra el Caos, al final de la cual, tras éxitos temporales, le aguarda inexorable la derrota.

Y ahora, tras ingerir mi dosis diaria de derivado sintético de cornezuelo de centeno, me retiro a mi semivida agostina a seguir leyendo a Dick, mi nuevo amor de verano.

El silenciero

La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido. Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos de los dormitorios de un terreno desocupado, que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra calle.

Desde el umbral de la cocina, mi madre me previene: -Ha sido así toda la mañana.

-¿Y qué es? -quiero establecer, desconcertado.

-Han traído un ómnibus, han encendido el motor y lo han dejado, que siga…

Como yo nada hago por terminar de entrar, ella me advierte: -Ha venido tu tío. Comerá con nosotros. Está leyendo las noticias.

El sol se prodiga sobre la mesa del comedor de diario. Nombrar su bondad forma parte del rito del almuerzo y resulta necesario como pronunciar la gratitud.

Pero no conseguimos proceder igual que siempre. El ruido, continuo, nos compulsa a tenerlo más presente que ninguna otra cosa.

-¿Cómo sabe que es un ómnibus? -Le pedí a tu tío que se acercara y viera.

El hermano sólo gasta un movimiento de cabeza para avalar su informe.

La explicación del trámite está implícita: desde que eso empezó, ella se siente aturdida y molesta y se ha inquietado, a cuenta, por el hijo.

Mi tío opina: -No puede durar. Un ómnibus viene y se va.

El ruido, presionándome la cabeza, me empuja a cuestionar: -«Viene y se va», eso es una frase. Viene y se va cuando anda por la calle. ¿No se da cuenta que este ómnibus es diferente, que está injertado en nuestra casa? ¿No lo oye, acaso? ¡Claro, no tendrá que soportarlo, usted no vive aquí!…

La cuchara, suspendida en el aire, desbordando la sopa -esa única respuesta de la sorpresa de mi tío- achica mi vehemencia y me hace callar, mortificado.

En el silencio de los tres, ordeno las razones con que él podría moderarme: yo descargo sobre él mi agresividad y mi cólera y al hacerlo me equivoco de sujeto y me pongo injusto con torpeza; no acato la posibilidad de que el ruido de repente se apague y no regrese, me encarnizo en la suposición de que el problema se ha posesionado del futuro y ya nunca nos dará un respiro; descuido atender que lo normal de un ómnibus es circular por ahí o por allá, siempre afuera, y que un motor en marcha, si el coche no anda, es antieconómico y está sometido, nada más, a una prueba transitoria.

Entro a la casa de un hombre atormentado por el ruido y sopla un aire de familia con Felisberto y con el Levrero de la Trilogía involuntaria. Pero Di Benedetto no se parece a nadie. Cincela su prosa una elegancia singular. El silenciero narra en primera persona la historia de un hombre agraviado, acorralado por aserraderos, talleres mecánicos y bailes vecinales en alguna ciudad de América Latina en la década de los 50.

¿Se da cuenta del proceso? Termina la guerra, la economía industrial se transforma y lanza en abundancia la maquinaria de paz. Las máquinas andan, se deterioran, hay que arreglarlas. Para arreglar o reponer se montan las pequeñas industrias, los talleres (…) Lo que entra allí es progreso, pero no está donde tendría que estar, porque todo, alrededor, se halla habitado, y la gente no puede ni dormir, ni comer, ni leer, ni hablar en medio del desorden de los sonidos.

El hombre perseguido proyecta escribir un libro sobre el desamparo o una novela policial. El tema de la postergación lo emparenta con Kafka. Eleva a parábola lo particular.

Sören le advierte que la existencia desgarrada deja al hombre en la zona de contacto con lo divino.

Arrastrado por la fatalidad o por la inercia, se casa con una mujer a quien no ama. Vive dentro de la ciudad una existencia nómada. De pensión en pensión sorteando pertinaces transistores, talleres sempiternos. Es imposible la convivencia. Denunciar o amortiguar no son soluciones duraderas. Ser es una quimera en medio de la imposición, del ruido. El ruido es una manera de nombrar todo cuanto nos aparta de nosotros mismos. Es una barrera y también una condena. Aquí se vive y aquí se crea, sometidos. Sin posibilidad de aislamiento, condición pessoana para la libertad. Desde la paciencia narra el hombre su odisea. Hay ecuanimidad y ritmo. Como dice Saer en el prólogo, mundo y conciencia, trabados en lucha secreta pero constante, ruedan juntos a su perdición.

Poco sabía de Antonio Di Benedetto (Mendoza 1922, Buenos Aires 1986) hasta que El aleph reeditó en España su trilogía Zama. El silenciero. Los suicidas en 2011 y empezó a sonar en los corrillos su estigma de raro, de conciso y de secreto. Casi un desconocido en esta orilla, a pesar de su exilio madrileño de 1977 a 1984 y su publicación parcial en Alfaguara y en Bruguera. La dictadura argentina le torturó. Padeció cuatro simulacros de fusilamiento. Nunca supo las razones certeras de su encierro. «Usted ha escrito páginas esenciales que me han emocionado», le dijo Borges en una carta escrita por Kodama. Compré en El centro de arte moderno (Galileo, 52) una edición Adriana Hidalgo de El silenciero y después miré las vitrinas.

Gastón Baquero

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Cortázar

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Canetti: la profesión de escritor, fragmento

Entre las palabras que durante un tiempo han languidecido bajo la extenuación y el desamparo, que la gente evitaba y encubría, quedando en ridículo al utilizarlas, que fue vaciando y vaciando hasta que, deformes y atrofiadas, se convirtieron en una amonestación, figura la palabra «escritor». Quien pese a esto se entregaba a dicha actividad, que seguía existiendo como siempre, se denominaba «alguien que escribe».

Podría pensarse que el objetivo era renunciar a un falso privilegio, obtener nuevas escalas comparativas, volverse más riguroso consigo mismo y, sobre todo, evitar cuanto pudiera conducir a éxitos despreciables. En realidad sucedió lo contrario: los métodos para llamar la atención fueron conscientemente elaborados y promovidos por los mismos que habían vapuleado sin piedad la palabra «escritor». La pedante afirmación de que la literatura había muerto fue redactada como proclama en palabras patéticas, impresa en papel fino y discutida con una seriedad y solemnidad tan grandes como si se tratara de un producto intelectual complejo y difícil. Cierto es que este caso particular se asfixió pronto en su propia absurdidad; pero otras personas, que no eran lo suficientemente estériles como para agotarse en una simple proclama y escribían libros amargos y muy inteligentes, adquirieron pronto cierta reputación como «gente que escribe» y empezaron a hacer algo que los escritores ya solían hacer antes: en vez de enmudecer, escribían siempre de nuevo el mismo libro: Por más que la humanidad les pareciera incapaz de mejorarse y sí digna de perecer, aún le quedaba una función: aplaudirlos. Quien no sintiera ganas de hacerlo, quien se hartara de las mismas y sempiternas efusiones, sucumbía a una doble condena: por un lado como ser humano —quedaba liquidado—, y por otro como alguien que se negaba a reconocer en la infinita tanatomanía de quienes escriben la única cosa que conserva aun cierto valor. Comprenderán que, a la vista de fenómenos semejantes, no sienta yo menos recelo ante quienes sólo escriben que ante quienes, autocomplacientes, siguen denominándose escritores. No veo diferencia alguna entre ellos, se asemejan entre sí como dos gotas de agua: el prestigio que pudieron adquirir en un momento dado acaba pareciéndoles un privilegio.

Pues lo cierto es que, hoy en día, nadie puede llamarse escritor si no pone seriamente en duda su derecho a serlo. Quien no tome conciencia de la situación del mundo en que vivimos, difícilmente tendrá algo que decir sobre él.

*

Para poder decir algo mínimamente valioso sobre este mundo, no podrá alejarlo de su persona ni evitarlo. Tendrá que llevarlo en su interior como ese caos absoluto en el que finalmente se ha convertido, pese a todos los objetivos y proyectos propuestos —pues se encamina hacia su autodestrucción a una velocidad cada vez mayor—, así y no ad usum Delphini, es decir del lector, como si fuera algo pulido y brillante. Pero no deberá sucumbir a dicho caos, sino hacerle frente y oponerle, a partir justamente de sus experiencias con él, el ímpetu avasallador de su esperanza.

¿En qué puede consistir esta esperanza? ¿Por qué sólo adquiere valor cuando se nutre de las metamorfosis —anteriores— suscitadas por la emoción de sus lecturas, y de las —actuales— provenientes de su apertura al mundo que lo rodea?

*

He dicho que sólo puede ser escritor quien sienta responsabilidad, aunque tal vez no haga mucho más que otros por acreditarla a través de la acción individual. Es una responsabilidad ante esa vida que se destruye, y no debiéramos avergonzarnos de afirmar que dicha responsabilidad se alimenta de misericordia. Carece de valor si es proclamada como un sentimiento universal e indefinido. Exige la metamorfosis concreta en cada individuo que viva y esté allí. Y el escritor aprende y practica la metamorfosis en el mito y en las tradiciones literarias. No es nadie si no la aplica constantemente a su propio medio. Las mil formas de vida que penetran en él y quedan sensiblemente aisladas en todas sus manifestaciones, no se unen luego para formar un simple concepto en su interior, pero le dan la fuerza necesaria para enfrentarse a la muerte y se convierten así en algo universal.

No puede ser tarea del escritor dejar a la humanidad en brazos de la muerte. Consternado, experimentará en mucha gente el creciente poderío de ésta: él, que no se cierra a nadie. Aunque esta empresa parezca inútil a todos, él permanecerá siempre activo y jamás capitulará, bajo ninguna circunstancia. Su orgullo consistirá en enfrentarse a los emisarios de la nada —cada vez más numerosos en literatura—, y combatirlos con medios distintos de los suyos. Vivirá de acuerdo a una ley que es suya propia, aunque no haya sido hecha especialmente a su medida, y que dice:

No arrojarás a la nada a nadie que se complazca en ella. Sólo buscarás la nada para encontrar el camino que te permita eludirla, y mostrarás ese camino a todo el mundo. Perseverarás en la tristeza, no menos que en la desesperación, para aprender cómo sacar de ahí a otras personas, pero no por desprecio a la felicidad, bien sumo que todas las criaturas merecen, aunque se desfiguren y destrocen unas a otras.

Discurso pronunciado en Munich en 1976

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Cozzolino sin pastillas

Lo primero que leí en Sin pastillas fue un breve ensayo sobre la tristeza y después extraje de la nube de tags otros textos como noche, paranoia de un hombre o lúcida duda de un hombre. Paranoia, neurosis, duda, qué sería sin ellas la historia de la literatura. Llegaron después Bonito y Zamudio y así fui del blogger al escritor, del blog a los libros. Cómo perder la cabeza es, todo hay que decirlo, una de las mejores piezas del manual. Transitando la germanófila mansión bonaerense de los Höss saborea el lector el más lúdico registro de Cozzolino. Prosa tensa, tersa, coloquial, francotiradora prosa todo humorismo para narrar la desgracia del heredero Leo Höss: Bartleby no levanta cabeza. Narración hipnótica en primera persona este díptico-fresco del Buenos Aires menemista. Bonito. Yo soy aquel (editorial SP 2013). No creo que se haya contado nunca así el tránsito de la heterosexualidad a la homosexualidad de un adolescente, su detallada consciencia y circunstancia.

Zamudio es la antítesis de Leonardo Höss. Zamudio es preñador. Höss es impotente mientras tanto. Zamudio es triste y Höss está triste. Entre tristeza y tristeza está el abismo entre la ficción de uno mismo y la ficción. Tulipanes para Zamudio (Editorial Universos 2009) es un libro de relatos conectados entre sí a través de ciertos personajes que arrastran problemas, dilemas. O una novela desmembrada en relatos. La pieza central, 504, debería incluirse en cualquier antología del cuento triste, junto a Luvina de Rulfo y unos pocos más. Dejenmé pensar. Pero Luvina es un cuento telúrico y bíblico. 504 tiene también su porción de antiguo testamento y ante todo la memoria de la infancia. Condenados a repetir los errores de nuestros padres y a transmitir a nuestros hijos nuestras frustraciones, qué nos queda sino abrazar una fe, la fe en Di-s o en que todo esto vaya a tener, finalmente, un sentido. La escritura de Javier G. Cozzolino (Buenos Aires 1973) es una fe. La fe imperecedera en uno mismo que es una manera de no matar o matarse. Zamudio, periodista y padre de familia, católico y sentimental, pasea por Buenos Aires narrando y narrándose y bueno, qué más.

The hunt, de Thomas Vinterberg

La premura con la que como sociedad (y como individuos) nos inclinamos a linchar a un culpable es uno de los temas de esta película. Donde dice culpable hay que leer presunto culpable o presunto inocente. Nada ha sido demostrado. El rumor corre como pólvora sobre las calles apacibles de este pueblito danés. Desmontar la falacia o la falsa creencia casi evangélica de que en la boca de los niños está la verdad parece otra de la intenciones del filme. Mentimos para obtener una ventaja. O para defendernos de algo. También los niños. La pequeña Klara miente para defenderse de un rechazo y de ahí en adelante los psicólogos fallan. La psicología queda con el culo al aire en este apacible pueblito danés y quedan en evidencia sus habitantes. Haciendo gala de un pasado vikingo y filonazi, como tales reaccionan ante la víctima del falso rumor y de la mentira de la angelical y neurótica niña Klara. En virtud del crédito que sus mayores le prestan destroza a Lucas, su mejor amigo, su único cómplice.

Como sucede en la reciente Compliance, donde la presunción de inocencia queda abolida por la sumisión a la autoridad de los necios, en The hunt el crédito prestado a los niños (la improvisada mentira de Klara es inocente pero contiene una acusación gravísima) precipita la cacería del hombre con vejaciones análogas.

No había visto nada de Vinterberg desde Festen (1998), aquella salvaje celebración familiar filmada según los preceptos de Dogma 95. Entre Lars Von Trier y Haneke, Vinterberg aparece aquí como un brillante forense de las tranquilas comunidades europeas y por extensión del alma humana, tan presta a linchar al diferente o al vecino.

Agotadoramente tensa y formalmente espléndida, si me preguntan.

The hunt vinterberg

K. de Calasso, fragmento

Kafka intuyó que sólo se nombraban un número mínimo de los elementos del mundo circundante. Una afilada navaja de Occam se hundía en la materia novelesca. Nombrar lo mínimo y en su pura literalidad. ¿Por qué? Porque el mundo volvía a ser una selva primigénea, demasiado cargada de sonidos ignotos y de apariciones. Todo tenía una potencia enorme. Por eso era necesario limitarse a lo más cercano, circunscribir el área de lo nombrable. En ese círculo fluiría toda la potencia, dispersa de otro modo. En aquello que se nombra -una taberna, una diligencia, una oficina, una habitación- se concentraría una energía inaudita.

Traducción de Edgardo Dobry

Magma (Spurious) de Lars Iyer (II)

Evidentemente relacionar a Iyer con Vila-Matas tampoco parece demasiado original. Sin embargo creo que no fuerzo la comparación si trato de encajar las cinco premisas de la novela futura expuestas en Perder Teorías con los temas que propone Iyer en su ópera prima.

Siendo el núcleo del libro la imposibilidad de la literatura en nuestros días y la eterna postergación de nuestras intenciones intelectuales o espirituales (tema kafkiano donde los haya) comenzaré enumerando en orden inverso los cinco rasgos esenciales, irrenunciables de Vila-Matas, a quien Iyer ha leído.

1. La conciencia de un paisaje moral ruinoso (V-M) > La sensación compartida de que todo se acaba, de que todo se ha acabado (L.I)

2. La victoria del estilo sobre la trama. Como hemos dicho, el estilo ágil y conversacional, el tono coloquial, deshilvanado, aforístico, esa sensación de que «en broma se dicen las cosas más serias», la reproducción entre comillas de las frases de W. triunfan sobre el fondo o tal vez la forma sea en gran medida el fondo. Y desde luego un síntoma.

3. La escritura vista como un reloj que avanza y 4. Las conexiones con la alta poesía están en Magma en la metáfora de la humedad del piso de Lars. La humedad (el naufragio) se reviste de una poética baudelaireana, de una poética de la descomposición: «un hueco, de ahí es de donde emana la humedad, lo sé, le cuento a W. Ahí es donde está: materia oscura, mojada, sin forma. Materia sin luz, como las galaxias enanas fundamentalmente gaseosas».

5. La «intertextualidad«: en sentido amplio, el conjunto de relaciones que acercan un texto determinado a otros textos de variada procedencia: del mismo autor o más comúnmente de otros, de la misma época o de épocas anteriores, con una referencia explícita (literal o alusiva, o no) o la apelación a un género, a un arquetipo textual o a una fórmula imprecisa o anónima.

Muchas son las referencias y alusiones que contiene Magma, de Ariosto a Spinoza «a W, le gustan las listas. Es algo borgiano». No las enumeraré.

W. ha anotado en su cuaderno una cita de Le Communisme de Mascolo:

Uno escribe para el desubicado (…), es decir, para los amigos de uno, y menos para los amigos que uno tiene que para las innumerables personas desconocidas que llevan la misma vida que nosotros, aquellas que de manera general y aproximada entienden las mismas cosas, son capaces de aceptar o se ven obligadas a rechazar lo mismo, y que se encuentran en idéntico estado de impotencia y silencio oficial.

Y otra vez la sensación compartida de que todo se acaba, de que todo se ha acabado, y que toda una civilización ha llegado a su fin.

Al final, eso es lo que compartimos, decide W. La sensación de que el apocalipsis no acaba de completarse y de que todavía hay base para la esperanza.

Lars Iyer es profesor de filosofía en Newcastle antes que novelista, por eso quiero subrayar para terminar dos ideas que me parecen fundamentales en Magma:

La imposición de una manera binaria y maniquea de entender la realidad convierte en risible (por trágica) la interrogación acerca de los grandes problemas filósoficos en un mundo cada vez más pragmático dirigido por algoritmos computacionales.

De qué se ríe Iyer:  Del libro como exigencia curricular. De la escritura como un producto más, de la mercantilización del arte y del mundo universitario. Del escritor o profesional de la escritura como productor intelectual. No importa cuán intrascendente y mezquino sea el tema, cuán fragmentaria o manida la obra: esa necesidad de estar continuamente en algo –la perspectiva y persecución de un nuevo proyecto- convierte al catedrático en un payaso paranoide al acecho de una idea, de una línea maestra con que tejer un libro nuevo.

Todavía me estoy riendo.

magma

Magma (Spurious) de Lars Iyer (I)

Ahora te sientas ante el escritorio, soñando con la Literatura y leyendo distraídamente el artículo de Wikipedia sobre la “novela”, mientras picas algo y ves vídeos de perros y gatos en el móvil. Escribes un poco en tu blog y tuiteas los pensamientos más profundos de que eres capaz, te devanas los sesos intentando añadir tu propia opinión sobre algún tema de moda en la red. Susurras, como en una plegaria, los nombres de Kafka, Lautréamont, Bataille, Duras, con la esperanza de conjurar el espectro de algo que apenas comprendes, algo ridículo y obsoleto que, sin embargo, te reconcome todos los días de tu vida. Y te sorprendes riéndote impotente de ti mismo muy a tu pesar, hasta que casi se te saltan las lágrimas. Por fin haces clic en “abrir nuevo documento” y estremecido, clavas la mirada en la pantalla, y te preguntas qué demonios podrías escribir ahora.

Además de este fragmento de Desnudo en la bañera, piedra angular y declaración de intenciones de Iyer, cubren la contratapa de la edición española de Magma (Spurious) pequeños extractos de las reseñas anglosajonas de la novela. Estas frases entrecomilladas cuidadosamente elegidas nos predisponen a la diversión total mediante sintagmas alusivos a la comicidad de la obra. «Todavía me estoy riendo», dicen en Los Angeles Times. «Brutalmente divertida» proclaman desde el San Francisco Chronicle. Algunos dicen «sátira mordaz» y «cómicamente sombría», pero la palabra que más se repite es «divertida». A mí me ha parecido un libro tristísimo, lo que me lleva  a pensar que tal vez la triste sea yo. Abordaré en cualquier caso esta reseña desde mi absoluta falta de sentido del humor.

Novela de campus fuera del campus: dos profesores ingleses ( Lars y W.) recorren Europa  con camisas floreadas bebiendo ginebra con hielo en vasos de plástico. Con una prosa que tiene el color del cielo de Wolverhampton Lars refiere en estilo indirecto conversaciones y recorridos junto a su camarada. El coloquialismo le otorga al discurso una cualidad quebradiza y sincopada, como si devanara el profesor una madeja de lana que ha estado oculta en el armario desde la segunda guerra mundial.

«Estos son los últimos días. Todo está acabado. Todo es tan asqueroso. Y sin embargo estamos contentos y ¿por qué motivo? Porque somos pueriles. Porque somos inanes. Eso nos salva».

Se viene el apocalipsis ergo ¿qué importancia tiene nuestro fracaso?

«¡Los últimos días! ¿qué vamos a hacer? seremos los primeros en hundirnos. Sí a la ginebra, no al apocalipsis».

Apostemos por abordar el fin epicúrea, donisíacamente. O con una buena dosis de LSD como hiciera Huxley.

La parodia y la autodenigración redimen a estos dos comicastros de su incapacidad («debería ponerme a trabajar en serio en otro libro. Ese es el único modo de experimentar mi propia incompetencia»). Ante la imposibilidad de ser Kafka debemos optar por revolcarnos por el barro cual cerdos en cochiquera. La conciencia del fracaso nos salva un poco. Aceptar el fracaso es el primer paso para proceder a la sátira. Como nunca seremos ya intelectuales orgánicos centroeuropeos podemos practicar el autovilipendio edificando con las ruinas una novela que sea la última novela.

«¿Cuándo empezó a ir todo mal? cavila W. Ambos sabemos la respuesta: ¡la literatura!»

Leíste El proceso hace años y pensaste que podías ser Kafka. Pero no llegas ni a Brod. Eres incapaz de un pensamiento. No tienes ideas (en lugar de bosquejar ideas Lars dibuja en su cuaderno pollas de distintos tamaños). La humedad que invade su casa es una metáfora del naufragio («el tabique se está desmoronando (…) es como cuando se está en un barco, le digo, y este se ladea hacia un lado mientras surca las olas. Y nunca está enderezado. Siempre está inclinándose hacia estribor. En cualquier caso ya no estoy para nada más, le digo a W., salvo para mecerme mientras las esporas de moho flotan a mi alrededor y las babosas dejan su rastro sobre los suelos de madera«).

El mesianismo y las matemáticas pueden salvarnos. No la literatura. No su viscosidad sartreana, no su contingencia.

El apocalipsis es nuestra coartada para desistir o para darlo todo. Tú eliges.

La gran literatura se ha ido para siempre y no volverá. Como las grandes ideas, como el pensamiento.

Todavía me estoy riendo.

Lars se mofa del aspecto leonino que le confiere a W. su cabello crecido. Iyer se ríe de las apariencias («si no vas a ser un pensador, al menos deberías parecerlo«).

Mientras, en su apartamento la humedad está peor de lo que cabe imaginar. Las manchas de moho aumentan, la humedad se ennegrece y una fina capa de pelusa salina cubre el yeso. Sal filtrada desde la pared, ¿no es algo bello?.

Béla Tarr podría filmar esta decadencia de patio interior mediante un largo plano secuencia, con el triunfo de la vida filiforme abriéndose paso como contrapunto -eclosión del hongo- mientras suena una ópera potente.

La novela lleva décadas firmando su acta de defunción en cada entrega y el brío de su rúbrica es nuestro consuelo. Hay que matarse para renacer mejor. Hay que llevar al lenguaje hacia su límite y al género contra las cuerdas. No hay nada nuevo bajo el sol. Pero eso ya estaba en el Eclesiastés.

(Cuidado, bloggers: decir que Iyer recuerda a Bernhard no es original).

Continuará.

magmaLa traducción de Magma (febrero de 2013) es de José Luis Amores para Pálido fuego.

Biblioteca, de Gonçalo M. Tavares

Querido Gonçalo M. Tavares: Jerigonza no es la hermana más vieja y más gorda de tu padre. Lees en una playa con barba de candado. El salitre empaña tus gafas y entrevera las líneas del libro que una vez cayó rodando por la escalera. En la ciudad de Delvaux estatuas y trenes alternan en la medianoche. Hay un silencio sepulcral aquí. Todo es posible aquí. (¿Ves? Silencio sepulcral: las monedas están gastadas). Galimatías no es un vecino tuyo afeminado y miope. Tiras de un hilo de la historia, tiras del hilo con el lenguaje. Detrás del lenguaje hay un recuerdo. Te seduce con una insinuación. Propones juegos. Poemas.

Gonçalo M. Tavares (Luanda 1970) nos invita con Biblioteca (2004, editado por Xordica y traducido del portugués por Félix Romeo) a un viaje alucinante y baldío.  Surrealismo en la orilla. La escritura automática de una reminiscencia lectora. En ocasiones lo más subjetivo se parece al dislate. Creo que es un ejercicio o una tentación. Es agradable nadar en ese agua. Es como escribir para no tener edad, ni sexo, ni responsabilidades. Pasea Tavares no por su biblioteca sino por sus lecturas. O por la impresión (imagen, daguerrotipo mojado) del autor de un libro mojado también, a la deriva. A veces un filo de ese libro nos trae la imagen empañada de aquel que fuimos leyéndolo. Otras veces somos la gota de lluvia que desde el otro lado del cristal nos devuelve la mirada. Hay ideas gozosas a las que el lenguaje da forma de animalito mordedor. Mis entradas favoritas de este diccionario tavaresco (él consentirá que yo acuñe este adjetivo) son aquellas en las que puedo atisbar algo que es mío también. Aquí la experiencia compartida es la que tiene valor.

CALDERÓN DE LA BARCA. Hay nombres que son versos o narrativas rápidas que fascinan. Calderón de la Barca es uno de esos ejemplos. Hay escritores que no necesitan escribir libros, deberían decir sólo su propio nombre, y para la historia de la literatura bastaría, la clara belleza del pequeño choque de nombres es evidente y abundante. Ya escribí sobre esto. Joao Cabral de Melo Neto es otro ejemplo perfecto. Un día escribiré un libro cuyo contenido tendrá apenas cinco palabras: Joao Cabral de Melo Neto. Y quien lo lea atentamente, con la lentitud y la profundidad de los antiguos y de los pacientes, al final dirá: qué bello libro.

JAMES JOYCE. James Joyce bajó de un autobús en Berlín y dijo: esta no es mi ciudad: no veo a Bloom. Hay escritores que viven en personajes como hay putas que viven en esquinas. James Joyce era un hombre que vivía en Bloom. Además, había un amigo de todos que era el hombre más lento del mundo: tardaba más de seiscientas páginas en recorrer un día. Hombre medio inteligente medio idiota, pero que sólo actuaba con la mitad de sí mismo.

MALCOLM LOWRY. Si quieres quedarte debajo de un árbol no necesitas pasaporte. Si quieres ser fiel a tu mujer no necesitas una amante. Ningún borracho (desde el comienzo del mundo) orinó solo. Un borracho orina siempre en compañía (aunque sea de una canción).

STRINDBERG. Ninguna visión será capaz de levantar el suelo hasta la altura de una nube. Los destrozos de una casa no son demonios que te persiguen, a no ser que en la casa viviese tu bliblioteca, y en tu biblioteca estuvieran tus frases, y en tus frases vivieran tus ideas, y en tus ideas vivieses tú, completamente, o tres personas que amas. En el fondo, un revólver anticipa menos la sangre que un puñal, y nada mecánico explica esta sensación. Monotonía y sufrimiento son a veces compatibles.

SYLVIA PLATH. Una delicada mujer blanca de cuello negro bajó de un carruaje de locos. Había un gordo rojo, y había otros colores. Las abejas fornican tu correo y no dejan que las buenas noticias lleguen. Seis ejercicios contra una pared. Cuatro comprimidos contra un estómago. La alegría es un pozo del que tienes miedo y en cada mano tienes seis dedos, uno para ser cortado y otros cinco para abrazar a quien amas. Olvidarás los cinco que te quedan y sólo te quedará el dedo que expulsaste. Dedo malo y negro.

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Prólogo de Ballard para Crash

El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un mundo cada vez más ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones. El armamento tecnológico y los anuncios de bebidas gaseosas coexisten en un dominio de luces enceguecedoras gobernado por la publicidad y los seudo acontecimientos, la ciencia y la pornografía. Los leitmotive gemelos de este siglo, el sexo y la paranoia, presiden nuestras existencias. El júbilo de McLuhan frente a los mosaicos de información ultrarrápida no basta para que olvidemos el profundo pesimismo de Freud en El malestar de la cultura. El vouyerismo, la insatisfacción, la puerilidad de nuestros sueños y aspiraciones, todas estas enfermedades de la psique han culminado ahora en la víctima más aterradora de nuestra época: la muerte del afecto.

Este abandono del sentimiento y la emoción ha preparado el camino a nuestros placeres más tiernos y reales: en las excitaciones provocadas por el sufrimiento y la mutilación; en el sexo como una arena ideal -semejante a un cultivo de pus estéril- para todas las verónicas de nuestras perversiones; en nuestro poder de conceptualización, en apariencia ilimitado. Nuestros hijos tienen menos que temer de los coches en las autopistas del mañana que del placer con que calculamos sus muertes futuras de acuerdo con los parámetros más elegantes. Mostrar los dudosos encantos de la existencia en este glauco paraíso se ha convertido cada vez más en una función propia de la ciencia ficción. Creo con firmeza que la CF, considerada a menudo un mero retoño, es al contrario la principal tradición de una respuesta de la imaginación frente a la ciencia y la tecnología y que corre en una línea ininterrumpida de H.G. Wells, Aldous Huxley, y los autores norteaméricanos modernos de ciencia ficción, hasta los innovadores de hoy, como William Burroughs.

El «hecho» capital del siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada. Este predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una moratoria del pasado -el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto- y las ilimitadas alternativas accesibles en el presente. La filosofía social y sexual del asiento eyectable une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la píldora.

No parece haber género mejor equipado que la ciencia ficción para explorar este inmenso continente de lo posible. Ninguna otra forma narrativa dispone de un repertorio de imágenes e ideas adecuadas para tratar el presente, y mucho menos el porvenir. La característica dominante de la novela moderna es su preocupación por el aislamiento del individuo, la atmósfera de introspección y alienación, un estado mental que se presenta siempre como si fuera la marca distintiva de la conciencia del siglo XX.

Nada menos cierto. Al contrario, a mi juicio esta psicología procede totalmente del siglo pasado, e ilustra la reacción contra las presiones de la sociedad burguesa, el carácter monolítico de la era victoriana y la figura tiránica del pater familias parapetado en su autoridad sexual y económica. Se trata de una óptica resueltamente retrospectiva, obsesionada por la naturaleza subjetiva de la experiencia, y que además tiene como tema la racionalización de la culpa y el enajenamiento. Los elementos de esta literatura son la introspección, el pesimismo y la sofisticación. No obstante, si algo distingue al siglo XX es por cierto el optimismo, la iconografía del producto de masas, la ingenuidad, el gozo libre de culpa de todas las posibilidades de la mente.

La modalidad imaginativa que se manifiesta hoy en la ciencia ficción no es nueva. Homero, Shakespeare y Milton inventaron otros mundos para hablar del nuestro. La acción de la ciencia ficción como un género separado, de reputación algo dudosa, es un fenómeno reciente y que está unido a la casi desaparición de la poesía dramática y filosófica y al lento deterioro de la novela tradicional, cada vez más dedicada a describir exclusivamente distintos matices de las relaciones humanas. Entre los temas que la novela tradicional ha descuidado, los más importantes son sin duda la dinámica de las sociedades humanas (la novela tradicional tiende a presentarlas como estáticas) y el puesto del hombre en el universo. Aun ingenua o crudamente, la ciencia ficción intenta al menos poner un marco filosófico o metafísico a los acontecimientos más importantes de nuestras vidas y nuestras conciencias.

Esta defensa general de la ciencia ficción se debe obviamente a que mi propia carrera de escritor ha estado unida a ella durante unos veinte años. Desde un principio, cuando me volví por vez primera hacia el género, tuve la convicción de que la clave del presente está en el futuro, más que en el pasado. En esa época, sin embargo, no me satisfacía el apego convulsivo de la CF por dos temas principales: el espacio exterior y el futuro remoto. Tanto con propósitos emblemáticos como teóricos y de programa, di el nombre de «espacio interior» al nuevo territorio que yo deseaba explorar: ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo, en los cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la mente se encuentran y se funden.

Mi intención primera era escribir una obra de ficción sobre el mundo actual. En el contexto de la década del 50, cuando uno podía oír en la radio los primeros mensajes del Sputnik I, como la señal avanzada de un nuevo universo, este propósito requería unas técnicas completamente distintas de las utilizadas por el novelista del siglo XIX. Yo creía en verdad que si fuera posible borrar del todo la literatura existente, estando obligados a comenzar de nuevo sin ningún conocimiento del pasado, todos los escritores empezarían a producir inevitablemente algo muy semejante a la ciencia ficción.

La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez son más ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese lenguaje, o enmudecemos.

No obstante, por una paradoja irónica, la ciencia ficción se convirtió en la primer víctima de este mundo cambiante que anticipó y ayudó a crear. El porvenir entrevisto por los autores de las décadas del 40 y el 50 es ya nuestro pasado. Las imágenes entonces predóminantes, no solo los primeros vuelos a la luna y los viajes interplanetarios sino también nuestras cambiantes relaciones sociales y políticas en un mundo gobernado por la tecnología, hoy parecen los enormes fragmentos de un decorado teatral desechado. 2001: Odisea del espacio comunicaba esta impresión de un modo particularmente conmovedor. Este film anuncia a mi juicio el fin de la época heroica de la ciencia ficción moderna. Los paisajes y el vestuario cuidadosamente concebidos, las maquetas espectaculares, me hicieron pensar en Lo que el viento se llevó; la epopeya tecnológica se transformaba en una especie de novela histórica al revés, un mundo cerrado donde nunca se permitía que entrase la luz cruda de la realidad contemporánea.

Nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan ser revisados, cada vez más. Así como el pasado mismo -en un plano social y psicológico- fue una víctima de Hiroshima y la era nuclear, así a su vez el futuro está dejando de existir, devorado por un presente insaciable. Hemos anexado el mañana al hoy, lo hemos reducido a una mera alternativa entre otras que nos ofrecen ahora. Las opciones proliferan a nuestro alrededor. Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo, cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho en seguida.

Añadiré que a mi criterio el equilibrio entre realidad y ficción cambió radicalmente en la década del sesenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en un mundo gobernado por ficciones de toda indole: la producción en masa, la publicidad, la política conducida como una rama de la publicidad, la traducción instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería popular, la confusión y confrontación de identidades en el dominio de los bienes de consumo, la anulación anticipada, en la pantalla de TV, de toda reacción personal a alguna experiencia. Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad.

En el pasado, dábamos siempre por supuesto que el mundo exterior era la realidad, aunque confusa e incierta, y que el mundo interior de la mente, con sus sueños, esperanzas, ambiciones, constituía el dominio de la fantasía y la imaginación. Al parecer esos roles se han invertido. El método más prudente y eficaz para afrontar el mundo que nos rodea es considerarlo completamente ficticio… y recíprocamente, el pequeño nodo de realidad que nos han dejado está dentro de nuestras cabezas. La distinción clásica de Freud entre el contenido latente y el contenido manifiesto de los sueños, entre lo aparente y lo real, hay que aplicarla hoy al mundo externo de la llamada realidad.

Frente a estas transformaciones, ¿cuál es la tarea del escritor? ¿Puede seguir utilizando las técnicas y perspectivas de la novela del siglo XIX, la narrativa lineal, la mesurada cronología, los personajes representativos fastuosamente instalados en un tiempo y un espacio amplios? ¿El tema principal puede seguir siendo las fuentes pretéritas de un carácter o una personalidad, la lenta inspección de las raíces, el examen de los matices más sutiles pueden encontrarse en el mundo del comportamiento social y las relaciones humanas? ¿Posee aún el escritor autoridad moral suficiente para inventar un universo autónomo y cerrado en sí mismo, manejando a sus personajes como un inquisidor que conoce de antemano todas las preguntas? ¿Tiene derecho a dejar de lado lo que prefiere no entender, incluyendo sus motivos y prejuicios, y su propia psicopatología?

Entiendo que el papel, la autoridad y la libertad misma del escritor han cambiado radicalmente. Estoy convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada. No hay en él una actitud moral. Al lector sólo puede ofrecerle el contenido de su propia mente, una serie de opciones y alternativas imaginarias. El papel del escritor es hoy el del hombre de ciencia, en un safari o en el laboratorio, enfrentado a un terreno o tema absolutamente desconocidos. Todo lo que puede hacer es esbozar varias hipótesis y confrontarlas con los hechos.

Crash es un libro de ese tipo, una metáfora extrema para una situación extrema, un conjunto de medidas desesperadas a las que sólo se recurrirá en caso de emergencia. Si no me equivoco, y si lo que he hecho en estos últimos años es intentar redescubrir el presente, Crash es una novela apocalíptica de hoy que continúa la serie iniciada por otros libros míos en los que imaginaba un cataclismo mundial en un futuro cercano o inmediato: El mundo sumergido, La sequía y El mundo de cristal.

Crash por supuesto no trata de una catástrofe imaginaria, por muy próxima que pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de heridos. ¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿La tecnología moderna llegará a proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos nuestra propia psicopatología? ¿Estas nuevas fijaciones de nuestra perversidad innata podrán ser de algún modo benéficas? ¿No estamos asistiendo al desarrollo de una tecnología perversa, más poderosa que la razón?

A lo largo de Crash he tratado el automóvil no sólo como una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad contemporánea. En este sentido la novela tiene una intención política completamente separada del contenido sexual, pero aún así prefiero pensar que Crash es la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada.

Por supuesto, la función última de Crash es admonitoria, una advertencia contra ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas, llamándonos cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico.

Prólogo de Ballard para Crash. Traducción de Francisco Abelenda para Minotauro.

Primera página del mecanuscrito:

crash

La técnica del crítico en trece tesis (Walter Benjamin)

1. El crítico es un estratega en el combate literario.

2. Quien no pueda tomar partido, debe callar.

3. El crítico nada tiene que ver con el exégeta de épocas pasadas.

4. La crítica debe hablar el lenguaje de los artistas. Pues los conceptos del cénacle son consignas. Y sólo en las consignas resuena el grito de combate.

5. La objetividad deberá sacrificarse siempre al espíritu de partido cuando la causa por la cual se combate merezca realmente la pena.

6. La crítica es una cuestión moral. Si Goethe no comprendió a Hölderlin ni a Kleist, ni a Bethoven y Jean Paul, esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral.

7. Para el crítico, sus colegas son la instancia suprema. No el público. Y mucho menos la posteridad.

8. La posteridad olvida o enaltece. Sólo el crítico juzga en presencia del autor.

9. Polémica significa destruir un libro citando unas cuantas de sus frases. Cuanto menos se lo haya estudiado, mejor. Sólo quien pueda destruir, podrá criticar.

10. La verdadera polémica aborda un libro con la misma ternura con que un caníbal se guisa un lactante.

11. El entusiamo artístico le es ajeno al crítico. En sus manos, la obra de arte es el arma blanca en el combate de los espíritus.

12. El arte del crítico in nuce: acuñar consignas sin traicionar las ideas. Las consignas de una crítica insuficiente malbaratan el pensamiento en aras de la moda.

13. El público deberá padecer siempre injusticias y, no obstante, sentirse siempre representado por el crítico.

Walter-Benjamin

(Walter Benjamin. Dirección única. Alfaguara. Traducción de Juan J. del Solar y Mercedes Allendesalazar)

La técnica del escritor en trece tesis (Walter Benjamin)

1. Quien se proponga escribir una obra de gran envergadura, que se dé buena vida y, al terminar su tarea diaria, se conceda todo aquello que no perjudique la prosecución de la misma.

2. Habla de lo ya realizado, si quieres, pero en el curso de tu trabajo no leas ningún pasaje a nadie. Cada satisfacción que así te proporciones, amenguará tu ritmo. Siguiendo este régimen, el deseo cada vez mayor de comunicación acabará siendo un estímulo para concluirlo.

3. Mientras estés trabajando, intenta sustraerte a la medianía de la cotidianidad. Una quietud a medias, acompañada de ruidos triviales, degrada. En cambio, el acompañamiento de un estudio musical o de un murmullo de voces puede resultar tan significativo para el trabajo como el perceptible silencio de la noche. Si este agudiza el oído interior, aquel se convierte en la piedra de toque de una dicción cuya plenitud sepulta en sí misma hasta los ruidos excéntricos.

4. Evita emplear cualquier tipo de útiles. Aferrarse pedantemente a ciertos papeles, plumas, tintas, es provechoso. No el lujo, pero sí la abundancia de estos materiales es imprescindible.

5. No dejes pasar de incógnito ningún pensamiento, y lleva tu cuaderno de notas con el mismo rigor con que las autoridades llevan el registro de extranjeros.

6. Que tu pluma sea reacia a la inspiración; así la atraerá hacia ella con la fuerza del imán. Cuanta más cautela pongas al anotar una ocurrencia, más madura y plenamente se te entregará. La palabra conquista al pensamiento, pero la escritura lo domina.

7. Nunca dejes de escribir porque ya no se te ocurra nada. Es un imperativo del honor literario interrumpirse solamente cuando haya que respetar algún plazo (una cena, una cita) o la obra ya esté concluida.

8. Ocupa las intermitencias de la inspiración pasando en limpio lo escrito. Al hacerlo se despertará la intuición.

9. Nulla dies sine linea– pero sí semanas.

10. Nunca des por concluida una obra que no te haya retenido alguna vez desde el atardecer hasta el despuntar del día siguiente.

11. No escribas la conclusión de la obra en tu cuarto habitual. En él no encontrarás valor para hacerlo.

12. Fases de la composición: ideas-estilo-escritura. El sentido del fijar un texto pasándolo en limpio es que la atención ya sólo se centra en la caligrafía. La idea mata la inspiración, el estilo encadena la idea, la escritura remunera al estilo.

13. La obra es la mascarilla funeraria de la concepción.

walter-benjamin

(Walter Benjamin. Dirección única. Alfaguara. Traducción de Juan J. del Solar y Mercedes Allendesalazar)

Ciudad abierta, de Teju Cole: un invierno en Manhattan

Hacia la mitad del libro, el protagonista Julius -de padre nigeriano y madre alemana, afincado en Nueva York donde es psiquiatra residente en un hospital- almuerza en Bruselas con una cirujana jubilada a quien conoció en el avión. La doctora Maillotte ronda los ochenta años, es belga pero ha ejercido la medicina durante cuarenta años en Filadelfia. Los dos van a pasar en Bruselas unos días de vacaciones. El intercambio de información y de puntos de vista sobre varios asuntos durante el vuelo propicia la posibilidad de encontrarse para comer y charlar un poco más. Ahora están en el restaurante esperando un waterzooi ante una jarra de beaujolais. ¿En el avión hablamos de jazz? pregunta ella mientras pellizca un panecillo. Cannonball Adderley fue paciente mío. En realidad primero conoció a su hermano Nat: lo operó de cálculos biliares. Gracias a Cannonball ella y su marido frecuentaron a los músicos de jazz más importantes de los 60. A Art Blakey, a Philly Joe Jones, Bill Evans… fuimos a tantos conciertos que perdí la cuenta, dice. Al final le recomienda Somethin’ else, su gran disco, un verdadero clásico. Pero a Julius todos esos nombres no le dicen nada. En cambio, unas páginas atrás le hemos visto revisando cds en una tienda de música, distinguiendo a través de los altavoces del local la voz de Christa Ludwig en la famosa grabación dirigida por Otto Klemperer en 1964, y ha recordado las anotaciones que Mahler hizo en la partitura del movimiento final, «Der Adschied». Al joven afroamericano le disgusta el jazz y la anciana europea narra con emoción su contacto con él en los 60. La anciana lee a Joan Didion y él a Barthes y a Peter Alternberg. Que esto nos extrañe y que pensemos que sería más lógico que los gustos fueran a la inversa es nuestro problema. Es decir, nuestro prejuicio. Tal vez a Teju Cole le interesara desmontar algunos en este libro. También en Bruselas (viaje que parte en dos la continuidad neoyorquina) conoce a Faruk, un marroquí que atiende un locutorio y que tiene abierto sobre el mostrador un ensayo acerca de Sobre el concepto de historia. Más tarde beberá con él unas chimay en un bar portugués mientras hablan de filosofía política, de literatura, del corán y de Al Qaeda.

Teju Cole nación en Michigan en 1975 pero Open city es un libro grave que parece escrito por un señor de edad. Sus pensamientos y el tempo de la novela, el ensamblaje de sus ideas mientras camina, su atención pero también su desapego, su humor neutro o más bien su ausencia de humor, su prosa sobria pero flexible y equilibradamente ornamentada le colocan a una distancia astral de otros novelistas americanos de su generación y le acercan más bien a una tradición europea. Pienso en Nooteboom o en un Sebald menos descarnado formado bajo la égida de la escuela de Frankfurt. Para decirlo de otra manera aprovechando que la madre de Julius es berlinesa: Teju Cole parece un nieto de Benjamin trasplantado a Nueva York.

Julius es un flâneur reflexivo que cuenta en primera persona lo que ve y lo que piensa (también lo que siente) durante un invierno en Manhattan. Viene de El hombre de la multitud de Poe y ha leído, está claro, el New York de Paul Morand. El plantel de novelistas que han escrito desde el Hudson es tan amplio -de Melville a Auster ad nauseam– que a Cole habrá que incluirlo en la nómina de quienes han escrito sobre la ciudad después del 11S. Sería absurdo ignorar las repercusiones que tuvo esta herida en la ciudad, «la conmoción silenciosa» que envolvió a sus habitantes. Está presente pero no es un asunto central. La identidad, el conflicto generacional (que no es siempre tal conflicto), la cultura (la civilización) están en el libro como líneas discursivas: dos se encuentran e intercambian impresiones en cualquier escenario de la ciudad. Todo habla de cómo estamos en ella y de cómo convivimos. Solo en Central Park me recuerda a Chejfec, cuando sentado en un banco en Mis dos mundos piensa el lugar del escritor, el espacio que ocupa, el papel que juega.

Cuando al final del libro un personaje pone al descubierto un episodio oscuro del pasado del narrador, un episodio reprobable e incluso condenable, nos sentimos incapaces de juzgarle. El pasado de cada uno es un gran lastre que hemos necesitado olvidar para llegar hasta aquí. El olvido se parece a un mecanismo de desalojo que nos permite evacuar las cosas inconvenientes. De lo contrario la vida sería insoportable. El lector da por cierto que Julius no recordaba en absoluto el suceso oscuro y que la influencia de este delito de adolescencia ha sido nula en la forja de su identidad adulta. ¿Pero qué hechos sí han influído? No nos importa, pero todo cuenta. Importa que lo que hemos llegado a ser no nos incomode demasiado. Después podemos atender con un cierto rigor a lo que sucede a nuestro alrededor, ser buenos vecinos o buenos hijos o buenos ciudadanos (o no serlo en absoluto). Julius prologa el suceso oscuro con la siguiente reflexión (la traducción es de Marcelo Cohen).

Cada persona debe, en alguna medida, tomarse como punto de calibración de la normalidad, debe asumir que el espacio de su mente no le resulta totalmente opaco. Tal vez esto sea lo que entendemos por cordura: cualesquiera que sean las excentricidades que admite tener un individuo, él no es el malo de su propia película. De hecho ocurre todo lo contrario: sólo hacemos de héroes, y en el remolino de las historias ajenas, en la medida en que esas historias nos conciernen, nunca estamos por debajo del heroísmo. ¿Quién, en la era de la televisión, no se ha observado frente a un espejo e imaginado su vida como una serie que acaso ya miran multitudes? ¿Quién, con estas consideraciones en mente, no ha introducido en su vida diaria un elemento de actuación? Somos tan capaces de hacer el bien como el mal y la mayoría de las veces elegimos el bien. Cuando no es así, no nos inquieta, como no le inquieta a nuestro público, porque somos capaces de acoplarnos a nosotros mismos y porque con otras decisiones nos hemos ganado su comprensión.

Grata sorpresa este libro. Una sorpresa de este tamaño.

Teju Cole

Teju Cole

Picnic en Hanging Rock: de la novela gótica a la ciencia ficción

Tres adolescentes y su profesora de matemáticas desaparecen en Hanging Rock el 14 de febrero de 1900 durante un almuerzo campestre. Esta es la irreductible sinopsis de la novela de 1967 de Joan Lindsay (Victoria, 1896-1984) Picnic at Hanging Rock y de la película homónima de 1975 de Peter Weir (Sidney 1944). La novela pronto se convirtió en el libro más famoso de cuantos escribiera su autora -el único por el que se le recordará- y la película hizo de Weir un autor que a los 31 años había filmado una obra de arte no superada después (en mi opinión) por ninguna de las películas con que cuenta en su haber, a pesar de The Year of Living Dangerously (1982), The Mosquito Coast (1986) o Dead Poets Society (1989). Es cierto que dos años después de Hanging rock dirigió The last wave -con Richard Chamberlain en el papel protagonista-, que ejerció cierta influencia en algunos filmes posteriores de tema apocalíptico. Weir consigue atmósferas letárgicas donde la climatología es un síntoma de los cambios que van a obrarse en los protagonistas. Los más simples elementos de la naturaleza -el vuelo de una bandada de pájaros, un cisne que se desliza sobre un lago- se convierten en símbolos o en presagios de un misterio a pleno sol. Un contrapicado, una inocente flauta incidental o la saturación amarillenta de la luz del mediodía en el sudeste australiano logran el efecto perturbador y jamás enfático de las mejores obras de Weir.

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Irma Leopold, Marion Quade y Miranda (la única cuyo apellido se omite significativamente) reciben permiso de su su institutriz Greta McCraw -profesora de matemáticas- para alejarse del grupo y explorar los contornos más llanos de la Roca. A estas bellas e inteligentes gracias las sigue de cerca la gordita y simplona Ethel Horton, que no tarda en mostrar su hastío por la expedición; el misterio la descartará en el momento culminante y regresará junto al resto de sus compañeras presa de la histeria. Las adolescentes tienen tiempo de pronunciar dos o tres frases relevantes antes de desaparecer. También se han tendido sobre la hierba y como abatidas por unos efluvios narcóticos que exhalara la piedra han dormido profundamente unos minutos. Al despertar se han encaminado en un estado cercano a la hipnosis hacia las entrañas de la Roca y no han regresado ya. Tal vez nos encontremos ante un misterio de signo geológico. Los relojes se han parado a las 12.00 y la razón esgrimida por la cartesiana institutriz es de índole magnética. En este punto el tiempo empieza a ser relativo y queda en el ambiente una de las más poderosas hipótesis de la desaparición.

Hanging Rock tiene unos seis millones de años de antigüedad y se alza a 718m sobre el nivel del mar en el llano entre los dos municipios pequeños de Newham y Hesket, a unos 70 km al noroeste de Melbourne, a pocos kilómetros al norte de Mount Macedon, un antiguo volcán. A poco que investiguemos sabremos que el área se encuentra dentro del territorio de la nación Wurundjeri. Era un sitio de iniciación masculina y la entrada estaba prohibida a todos menos a los varones partícipes de la ceremonia. Después del asentamiento colonial  los pueblos aborígenes de la zona fueron desalojados rápidamente y forzados a abandonar el lugar en 1844. La hipótesis de una represalia aborigen de índole mágica por la profanación de sus tierras apenas tiene cabida y no se sugiere ni en la novela ni en la película. Pero los ritos de los pobladores de Australia y sus vías de conocimiento tienen gran relevancia en The last wave y Peter Weir los había estudiado. Quede pues esta hipótesis flotando en el aire cargado de la Roca.

El carruaje regresa al colegio Appleyard sin sus tres alumnas más brillantes y sin la profesora McCraw, que ha desaparecido también cuando iba a buscarlas. Llanto y consternación. Parte policial. Los sabuesos rastrean la zona al día siguiente. No hay resultados.

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Nadie tiene una explicación, ni siquiera una sospecha bien fundada. El cochero le dice a la directora del colegio que las niñas y McCraw «se perdieron» en la Roca. «Perderse» es una solución provisional. Las imaginación de criadas y populacho apunta al sensacionalismo: rapto, violación, asesinato. La ausencia de pruebas hace que pueda mantenerse la esperanza durante algunos días. La esperanza de que sigan con vida va decreciendo pero el misterio sigue vivo. ¿Qué les ha sucedido? Será el lector/espectador quien lo decida. No se trazan líneas especulativas ni en la novela ni en la película. Nada es explícito. El juego de sugerencias se ha desplegado mediante un sutil entramado de pistas al que podemos dar cuerpo o abandonar ahí, en la cueva o en el precipicio: en el accidente.

Pero no podemos creer en el accidente. Podemos creer en el cuento fantástico. En el misterio. En la tradición anglosajona de la novela gótica victoriana como reacción al racionalismo, en Henry James y en Emily Brontë. Tenemos un internado femenino donde  reinan el orden, las jerarquías sociales y la tensión homoerótica. Proliferan los pasteles en forma de corazón y las tarjetas el día de San Valentín. Hay una señora Appleyard dominada por las apariencias, diseccionada con fina ironía por Lindsay. Hay tópicos renacentistas y reminiscencias platónicas. Tenemos el picnic como excepcional incursión en lo agreste y en lo desconocido.

«Todo cuanto vemos no es sino un sueño dentro de otro sueño», dice Miranda en la primera escena citando a Poe. «Todo empieza y termina en el mismo lugar». «Mirad, parecen hormigas», advierte Irma mirando a quienes yacen sobre el césped mientras ellas ascienden por los vericuetos de la Roca. Acto seguido Marion reflexiona: «creo que hay un número sorprendente de seres humanos que vive sin ningún propósito. Aunque lo más probable es que estén llevando a cabo alguna función necesaria que a ellos mismos les resulta totalmente desconocida». La frase es demasiado significativa como para no prestarle atención. ¿De qué son estas chicas instrumento? ¿Al servicio de qué fuerza o misión quedan al perderse en ese «milagro geológico» que es Hanging Rock?

Joan Lindsay ambientó la novela en 1900 pero la escribe en 1967. Se sabe que el manuscrito de Picnic at Hanging Rock contaba con un último capítulo que ofrecía la solución al enigma. El editor lo descartó y sólo se publicó veinte años más tarde. En 1905 Einstein había formulado la primera teoría de la relatividad, que pretendía resolver la incompatibilidad existente entre la mecánica newtoniana y el electromagnetismo. Picnic en Hanging Rock nos lleva por el sendero que va desde la novela gótica a la ciencia ficción; Miranda no es una Alicia newtoniana sino una beldad de Poe avant-garde: una Ligeia planckiana. Ella, la reflexiva Marion Quade y la imperturbable McCraw han caído aquí.

Irma Leopold regresa pero no recuerda nada.

El episodio secreto de Picnic at Hanging Rock -que no consta en la edición española: se ha optado por eternizar el misterio y promover la conjetura- se publicó en Australia en 1987. Sus claves acá.

El primer capítulo de la novela en la traducción española aquí en pdf, cortesía de Impedimenta.

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