Strindberg, Solo

«Así es estar solo: uno gira en la seda de su alma, se convierte en crisálida y espera su metamorfosis, que de seguro llega. Mientras espera, uno vive de sus experiencias pasadas y vive telepáticamente la vida de los demás. Muerte y resurrección; ser educado y entrenado para algo nuevo y extraño».

Después de la crispación parisina y alquímica de Inferno (1897), Strindberg (Estocolmo 1849-1912) regresa a su ciudad natal y entona este sosegado canto a la soledad. Releo Solo (1903) en la bella edición de Elcobre (Barcelona, 2003) y me siento con el ya cincuentón August en el sofá de una de las dos piezas que le ha alquilado a una viuda. Un escritor que nos deja entrar en su cuarto tiene toda mi simpatía. Ha vencido la resistencia a esos lienzos burgueses y al parcheado escritorio del consejero, ha logrado percibir los gruñidos del perro de abajo como algo familiar, ha estudiado y comprendido el fracaso del tendero pretencioso, ha observado con amor fraterno a la chica que en aquella ventana cuida de un niño y va a casarse con un pianista vecino. Reconciliado, Strindberg conversa consigo mismo mientras asiste al ciclo de las estaciones. Llega el deshielo con la primavera, el corto verano da paso a un invierno sin transición. La enumeración de las flores, un paseo en coche hasta el centro, la contemplación espantada de un gentío amorfo que semeja una acuarela de Ensor y el rápido retiro a sus cuarteles de invierno. Alguien ejecuta Claro de luna en un cuarto contiguo y él rinde tributo a Swedenborg y a Balzac. Reflexiona sobre el novelista francés: «El estar en su mundo me dio un punto de vista sobre el mío, y tras una serie de recaídas y crisis, finalmente acabé en cierta manera reconciliado con el sufrimiento. Porque había descubierto al mismo tiempo que el dolor y la aflicción habían quemado las inmundicias de mi alma, purificando sentimientos e instintos (…) Como resultado, acepté los posos más amargos de la vida como una medicina. Consideré mi deber sufrirlo todo, excepto la degradación y el sometimiento».

Nietzsche admiró a Strindberg. Le confió la traducción de toda su obra al francés. La locura lo asedió. Aseguraba que el Mal disponía aquelarres nocturnos y descargas eléctricas para torturarlo. Solo es el amanecer después del largo terror de la noche. La resurrección del hombre sin muecas ni artificios, ropa blanca tendida que salva. Una ventana.