Diarios de John Cheever

«Hay diarios que es preciso leer con cautela para no intoxicarse con su desolación. En la lectura de un diario siempre hay una parte adictiva, quizás por el contagio del hábito que fue dando lugar a su misma escritura».

Así decía en un artículo de Babelia Antonio Muñoz Molina sobre el diario de John Cheever (Massachusetts,1912-Ossining,  Nueva York, 1982), publicado en España en 1993 por Emecé en traducción de Daniel Zadunaisky y con notas del ubicuo Rodrigo Fresán. El volumen, seleccionado por Robert Gottlief para The New Yorker, es sólo la vigésima parte de los diarios originales, mecanografiados por su autor en cuadernos de hojas sueltas y sin fechar a lo largo de cuarenta años.

En el  prólogo el hijo mayor de Cheever explica al lector que su padre QUERÍA que esos diarios se publicaran tras su muerte. El mismo Cheever le dio a leer una parte en 1979 mientras vigilaba su reacción llorando y el veredicto fue «me parece muy bueno», aunque lo cierto es que con toda seguridad hubo de parecerle muy doloroso también.

Algunas veces me sucede con un escritor que sus diarios me gustan más que su obra de ficción. Uno de ellos es Julio Ramón Ribeyro. Otro es John Cheever.

La selección arranca a finales de la década de los 40 y llega hasta 1982, año en que Cheever muere en su casa víctima de un cáncer con el que había estado conviviendo desde hacía un año. Abarca pues toda su vida adulta de hombre casado, padre de familia y escritor que va con pasos lentos pero firmes labrándose su lugar junto a los escritores norteamericanos más sobresalientes de su generación (Salinger, John Updike, Saul Bellow). En 1979 gana el premio Pulitzer por la selección de sus relatos The Stories of John Cheever.

Los diarios de John Cheever no son particularmente intelectuales. No tienen nada de tediosos tampoco. Durante su lectura tuve la impresión de que no se trataba del diario de un escritor, sino, digamos, del diario de un agente de seguros o un corredor de bolsa sensible: un personaje de Chandler. Su trabajo de escritor y sus dudas sobre el oficio están por supuesto presentes en estas páginas. Pero el acento está en otra parte. También el tono.

John Updike definió este diario como «extenso poema en prosa brotando sin explicaciones desde las profundidades de la mansa desesperación del moderno hombre americano». Es una excelente definición.

La prosa de Cheever es ligera, de frases cortas. Es dueño de un estilo denso pero cincelado. Hay siempre ritmo y poesía en sus anotaciones. Hasta las observaciones más cotidianas o pedestres tienen la fuerza de los abetos o de los lagos que le rodeaban en Nueva Inglaterra. Sus diarios son una reflexión sostenida sobre la naturaleza de la condición humana, y esto trasciende lo doméstico al tiempo que de lo doméstico irradia todo lo demás. Nadar entre nenúfares en un estanque de agua templada, mientras cae la noche. De pronto nos damos cuenta de que el bosque crece a nuestro alrededor y no hay nadie ahí. Nadie que nos escuche ni nos tienda una mano.

Poco después de leer estos Diarios poéticos y lúgubres, interesada por Cheever -el hombre- y animada por la crítica («se lee como una gran novela»), leí la biografía Cheever: una vida, de Blake Baily, de 884 páginas, publicada en Estados Unidos por Knopf en 2009 y en España en 2010 por Duomo. Y lo cierto es que más que como una novela se lee como un telefilme de sobremesa: la familia media norteamericana y sus cuitas. Especialmente a partir de finales de los 60 Baily se afana por mostrar a Cheever como un pobre diablo alcohólico, impotente y padre de familia fracasado que hiere deliberadamente a su mujer y a sus hijos de la manera más mezquina. Baily se ocupa también de los pujos aristocráticos de Cheever, de la extraña relación con su hermano mayor, de sus infidelidades y de su bisexualidad, reducida por Baily -discúlpenme- al mero chupapollismo.

El resultado es un amenísimo folletín.